Vanessa Córdoba decidió que quería ser futbolista a los 6 años. A esa edad vio a su padre, el arquero colombiano Óscar Córdoba, coronarse campeón de la Copa Libertadores de 2001 con Boca Juniors, un momento icónico para los hinchas del equipo argentino.
El año anterior, ella estaba presente cuando su padre fue nombrado el jugador más valioso después de la final de la Libertadores 2000, donde atajó dos penales clave. Óscar Córdoba recibió un flamante Toyota del patrocinador del torneo y, como cada jugador, unos 80.000 dólares del premio de la copa, además de las primas monetarias del club.
Vanessa había visto de cerca la vida de un futbolista profesional y decidió convertirse también en arquera y perseguir el sueño de ser jugadora de élite. Lo que no sabía entonces era que no se trataba solo del juego y la competencia; ni siquiera del trabajo duro y el talento.
“Uno por televisión ve el lado bonito del fútbol: estadios llenos, buenos campos, medallas, trofeos”, dice por teléfono desde Bogotá la arquera de la selección de Colombia. Pero desde que empezó a jugar para el Colegio Panamericano Bucaramanga a los 17 años empezó a entender “la importancia de los factores externos”, cuenta, refiriéndose al trato de los clubes y los hinchas hacia sus equipos femeninos.
Su experiencia en la selección y a nivel internacional le ha mostrado las diferentes formas que toma la desigualdad de género: “Los detalles contractuales, los campos en los que nos toca jugar, ha sido un golpe duro. Yo esperaba otra realidad y me frustra ver que sí, nosotras vivimos lo mismo que ellos, pero nos pagan menos”.
El sueldo mínimo de una jugadora en Colombia es de 245 dólares mensuales, mientras que para un hombre ronda los 3.000 dólares. Sin embargo, el desequilibrio en la remuneración es la contracara de un soterramiento que se manifiesta abiertamente: en 2017, por ejemplo, cuando se presentó la camiseta de la selección colombiana, los jugadores del representativo varonil fueron convocados a portarlas; la camiseta femenil, en cambio, fue presentada con modelos.
Durante casi sesenta años, la FIFA prohibió el fútbol femenil en sus campos oficiales. En México la liga de hombres se fundó 114 años antes que la rama femenil. En Argentina la diferencia es de un siglo y hasta 2019 nunca se había jugado un partido femenil en la mítica Bombonera del barrio de La Boca. El torneo femenino en Perú es considerado de nivel amateur y solo hay dos equipos que pagan a las jugadoras; allá, una futbolista bien pagada cobra menos de 3000 dólares anuales.
Ni siquiera en Brasil, uno de los países más futboleros del mundo, existía un campeonato femenil hasta hace seis años.
Este rezago es reflejo de las actitudes y la falta de voluntad de los dirigentes. El año pasado, cuando la Conmebol exigió que los equipos varoniles tuvieran un equipo de mujeres para poder competir en la Copa Libertadores, Gabriel Camargo, presidente del club colombiano Deportes Tolima, dijo en conferencia de prensa sobre el futbol femenil: “Eso anda mal. No da nada, ni económicamente”. Camargo, un ex senador, sostuvo que las mujeres creaban problemas porque “son más ‘tomatragos’ que los hombres”, y que el deporte femenino era “un caldo de cultivo de lesbianismo”.
Maribel Domínguez, una de las mejores futbolistas mexicanas de todos los tiempos, intentó participar de la liga varonil de su país y el club Celaya quiso comprarla en 2004, pero Joseph Blatter, entonces presidente de la FIFA, no estuvo de acuerdo, y Domínguez tuvo que emigrar al Barcelona para continuar con su carrera futbolística.
En 2018, cuando el club colombiano Atlético Huila ganó la Copa Libertadores femenil, los directivos intentaron destinar los 55.000 dólares de ese premio al equipo de varones. Yoreli Rincón, jugadora del club, denunció los planes de las autoridades del club y generó una oleada de presión en la opinión pública que obligó a los dirigentes a entregarle 2.000 dólares a cada integrante del equipo femenino, entre jugadoras y cuerpo técnico.
Fuente: Infobae