(Benjamin Eidelson es profesor adjunto de la Escuela de Derecho de Harvard).
En dos semanas, la Corte Suprema de Estados Unidos analizará la decisión del presidente Donald Trump de poner fin a la política de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, mejor conocida como DACA. Muchos esperan que se dé un fallo marcadamente dividido en la primavera, en el momento de mayor impulso de la campaña presidencial. Sin embargo, otra vía podría ser más provechosa, tanto para la Corte como para el país.
Al emitir un fallo limitado, los magistrados podrían eludir a la esfera política y a sus propias divisiones en lo que respecta a las jurisprudencias. Un dictamen en esos términos no modificaría la política de DACA, pero dejaría su destino final en manos del proceso político, reafirmando la distinción vital entre leyes y políticas públicas.
La política de DACA, adoptada en 2012, aplica a ciertos inmigrantes que fueron traídos a Estados Unidos en la infancia. La política no provee un acceso a la ciudadanía, pero los protege de la deportación (esa es la “acción diferida”). Mientras tanto, desde hace tiempo otras normas federales han otorgado autorizaciones para trabajar y beneficios relacionados a algunos no ciudadanos, entre los cuales se encuentran los beneficiarios de la acción diferida. La idea que sustenta esas normas es que si el gobierno va a consentir la presencia de alguien en el país, esa persona también debería tener un permiso legal para trabajar.
Esa decisión política fue el meollo de un fallo emitido en 2015 por un tribunal de apelaciones que determinó que otra iniciativa de la era de Obama era ilegal. La causa estaba relacionada con una acción ejecutiva emitida en 2014, la Acción Diferida para Padres de Estadounidenses y Residentes Permanentes Legales (DAPA, por su sigla en inglés). La corte dictaminó que el poder ejecutivo no podía otorgar permisos de trabajo y otros privilegios a millones de padres indocumentados de ciudadanos, porque eso era casi como otorgarles un estatus legal por orden ejecutiva. Tras la muerte del magistrado Antonin Scalia en 2016, la Corte Suprema se dividió en partes iguales sobre esa cuestión, dejando en vigor el dictamen del tribunal inferior.
Cuando el gobierno de Trump se dispuso a acabar con la política de DACA en septiembre de 2017, únicamente se basó en ese precedente. La Casa Blanca enfatizó que Trump no tenía objeción alguna contra el programa DACA como parte de las políticas públicas. No obstante, según declaró el gobierno, el presidente no tenía otra opción porque el DACA era ilegal conforme a la lógica de la causa de 2015.
Ahora la Corte Suprema debe emitir un fallo no solo sobre el DACA, sino sobre qué pregunta responder. Si el tribunal sigue el marco de la última causa —preguntándose si el poder ejecutivo puede otorgar permisos para trabajar y otros beneficios a una extensa clase de inmigrantes indocumentados— su empate de 4 votos a favor contra 4 votos en contra sugiere que podría surgir otra fractura.
No obstante, no hay necesidad de ocuparse de esa cuestión. DACA otorga una garantía contra la deportación. El gobierno nunca ha alegado que otorgar esas garantías esté por encima de las facultades del poder ejecutivo. Y, de hecho, ni Texas ni los demás estados que presentaron la causa en 2015 han argumentado eso en ningún momento. Su objeción se limitaba a la medida adicional de otorgar prestaciones afirmativas —básicamente, la facultad de trabajar— sin la aprobación específica del Congreso.
Así que aunque la objeción tuviera méritos, todavía no podría explicar la determinación de poner fin a la promesa del DACA de no deportar a sus beneficiarios. Como máximo, la preocupación jurídica sería una razón para analizar las normas independientes que vinculan la acción diferida con otros beneficios valiosos.
De hecho, el mismo gobierno ha aceptado en la práctica este punto crítico. Como el Departamento de Justicia dijo recientemente a otro tribunal, el programa DACA y otras políticas similares por sí solas no otorgan autorización para trabajar; ese beneficio es el “resultado de normas preexistentes u otros lineamientos, no del otorgamiento de la acción diferida”. Sin embargo, ¿por qué entonces el gobierno decide poner fin al DACA en lugar de reconsiderar las normas que otorgan los beneficios que algunos consideraron jurídicamente problemáticos?
El hecho de que el gobierno no haya podido responder esa interrogante, o incluso notarla, le otorga al tribunal una salida fácil a este caso espinoso. Con base en principios establecidos hace tiempo, un tribunal debe anular una acción ejecutiva si el gobierno no logró establecer una conexión racional entre el problema que identificó y la solución que eligió. Entonces, aquí el tribunal solo necesita decir que el gobierno no explicó por qué las preocupaciones jurídicas sobre los distintos beneficios ameritaban anular la política de DACA.
Ese fallo limitado volvería a poner el balón en la cancha del presidente, quien estaría en libertad de volver a acabar con el DACA por motivos fundados en políticas públicas, pero solo si está dispuesto a pagar el costo político, en vez de culpar al Congreso y a los tribunales. Como alternativa, el presidente podría proponer cambios a las reglas de beneficios vigentes desde hace décadas, posiblemente eliminando algunas de las consecuencias benéficas del DACA, pero dejando intacta su política de tolerancia. Al enfrentarse al apoyo público extraordinario que tienen los beneficiarios del DACA, el presidente bien podría decidir no hacer nada.
Sin embargo, podría proceder, el fallo de la Corte podría reivindicar el principio de responsabilidad política y eso reafirmaría el principio de restricción o abstención judicial. Como ya ha dicho John Roberts, el magistrado que preside la Corte Suprema de Justicia, si no es necesario determinar nada más en un caso, no hay que hacerlo.
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