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Los obispos católicos concuerdan: cualquier cosa es aceptable menos una mujer

(Sara McDougall es profesora adjunta de historia en el Colegio de Justicia Criminal John Jay y el CUNY Centro de Estudios de Posgrado en Nueva York).

LA INICIATIVA PARA PERMITIR QUE HOMBRES CASADOS SE CONSAGREN COMO SACERDOTES NO ES UN AVANCE. ES OTRA FORMA DE MISOGINIA.

La Iglesia católica moderna está plagada de graves problemas. Entre ellos se encuentra el hecho de que no hay suficientes hombres que quieran ser sacerdotes. Durante las últimas tres semanas, 184 obispos se reunieron en una cumbre del Vaticano para buscar soluciones, en especial para la región de la Amazonía, destacada por las múltiples crisis que está enfrentando, incluyendo la devastación ambiental, la violencia y la escasez de sacerdotes que puedan atender las necesidades de los devotos.

La solución de los obispos: cualquier cosa menos permitir que las mujeres sean sacerdotisas.

El 26 de octubre, se tomó una decisión “revolucionaria.” Los obispos congregados en el Vaticano votaron 128 a 41 a favor de permitir una excepción a lo que ha sido básicamente una prohibición de mil años a la ordenación de hombres casados como sacerdotes. Los obispos recomendaron este cambio solo para algunas regiones de la Amazonía y solo para hombres casados ya nombrados como diáconos, es decir, hombres que ya tienen permitido oficiar matrimonios y bautizos, pero no misas, que solo pueden presidir los sacerdotes. Queda del papa Francisco decidir si la decisión procede.

Es sorprendente, de muchas maneras, que los obispos hayan tomado esta decisión. Permitirle a un hombre casado ser sacerdote viola muchas reglas antiguas. Llegaron a esa conclusión a pesar de la importancia enorme que tiene la castidad para la Iglesia católica y de la vieja idea de que la actividad sexual es un contaminante que no debe acercarse a la ceremonia sagrada de la misa. Votaron a favor de sacerdotes casados a pesar del miedo ancestral de que un sacerdote con esposa y familia deba enfrentar graves conflictos de intereses. Hay una leyenda que asegura que la palabra “nepotismo” fue inventada en honor a los codiciosos sobrinos de los papas que deseaban más de lo que merecían y lo obtenían gracias a sus tíos poderosos (y a veces “sobrinos” se puede entender como un eufemismo de “hijos”).

Por lo tanto, estos posibles conflictos de intereses y otros peligros motivados por la familia y las obligaciones, han sido algo que las autoridades católicas siempre han reconocido y han buscado prevenir activamente. Votaron de esa manera pese a la importancia simbólica de la idea de que un sacerdote debe estar unido a una sola esposa, la Iglesia, de la misma manera en que Jesucristo tuvo un vínculo exclusivo con la Iglesia.

Todo eso palideció en comparación con dejar que una mujer, incluso célibe, actúe como sacerdote.

Existen buenas razones doctrinales detrás de esto, si uno las busca. De acuerdo con las leyes de la Iglesia católica, conocidas como el derecho canónico, el hecho de que un sacerdote pueda casarse o no es una ley creada por el hombre, por ende, se puede cambiar, mientras que la exclusión de la mujer es una orden divina. Sin embargo, el mismo sacerdocio es un invento creado por el hombre, una amalgama de varias tradiciones incluyendo la judeo-romana, refinada y además asociada de manera tardía a la misa, un ritual que recrea y celebra los principios más importantes de la fe católica.

El mismo papa Francisco ha reconocido que podría existir lo que el profesor de teología Gary Marcy ha denominado una “historia oculta” en la que las mujeres tenían un rol más predominante en el apostolado del que la Iglesia católica permite en la actualidad. Académicos como Macy han encontrado pruebas intrigantes y abundantes al respecto. Si bien las autoridades católicas conservadoras niegan la mayoría de estas pruebas, sí reconocen que, durante muchos siglos, sus predecesores, como los líderes de las iglesias orientales, antiguos y actuales, permitieron que hombres casados sirvieran como sacerdotes y obispos, aunque algunas veces se les solicitaba ser célibes y que sus esposas ingresaran a la vida religiosa.

El requisito medieval de que un sacerdote debía abstenerse del sexo y el matrimonio probablemente, desde los primeros años, dificultó la búsqueda de hombres dispuestos a asumir ese compromiso, aunque la disposición para hacerse de la vista gorda cuando los sacerdotes se involucraban en relaciones homosexuales, tenían amantes y cometían abuso sexual quizá sirvió de contrapeso. Aun así, sabemos que también hubo escasez en aquellos tiempos, puesto que los obispos se quejaron al respecto, de la misma manera que lo están haciendo ahora.

Sin embargo, las soluciones que propusieron nunca incluyeron la posibilidad de que una mujer fuera ordenada como sacerdotes. Por el contrario, buscaron y consiguieron el permiso para ordenar a hombres nacidos fuera del matrimonio, condenados por delitos graves, conversos, o que no cumplían con los requisitos educativos o de edad mínima. Ciertamente, las autoridades católicas han demostrado varias veces tener la voluntad de ser flexibles con un amplio rango de criterios. Un punto de conflicto ha sido que un candidato a sacerdote debe tener genitales masculinos (o al menos haber nacido con ellos). Incluso hombres con genitales “defectuosos”, con tal de que sean presentados como masculinos o, en caso de haber sido castrados, deben comprobar que fue un accidente, pueden ser ordenados con un permiso especial. A medida que el cristianismo occidental se esparció por América, África y Oriente, se permitió que los hombres indígenas fueran ordenados, a pesar del creciente y notable prejuicio racial.

Pero mujeres no. Eso nunca.

En los siglos posteriores, otras variantes del cristianismo han aceptado el sacerdocio de hombres casados, hombres sexualmente activos y mujeres. La Iglesia católica romana no.

Y aunque el papa Franciso y este grupo de obispos prometieron reconocer y hasta reconsiderar el rol de la mujer en el sacerdocio católico, sus actos, hasta el momento, se han quedado cortos. En un giro final amargo, momentos antes de la cumbre más reciente en el Vaticano, un contingente importante de mujeres religiosas — sufragistas de nuestros días — habían pedido tener el derecho de votar en la cumbre. Se lo negaron.

Por supuesto, este tipo de misoginia es más que un problema de la Iglesia católica. Es una de las muchas cruces que las herederas incómodas de la tradición occidental deben cargar.

Eso sí, debemos dudar antes de culpar a la Edad Media de esto. En aquel momento, se creía que el orden correcto de las cosas era que los hombres y las mujeres tuvieran roles determinados por su género y que la desigualdad social y la jerarquía eran la mejor manera de mantener al mundo en orden. Nosotros que podemos distinguir lo correcto de lo incorrecto debemos actuar conforme.

c. 2019 The New York Times Company

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