El mes pasado, el Vaticano y el papa Francisco organizaron el Sínodo de los Obispos para la Región Panamazónica, una reunión convocada para hablar sobre los retos que enfrenta tanto la Amazonia como la Iglesia católica. En ese sentido resultó ser sumamente tempestuosa y predecible a la vez.
La parte tempestuosa no solo se produjo durante los esperados debates sobre los sacerdotes casados y las diaconisas, sino también por un conflicto acerca de si una estatua de madera de una mujer desnuda, embarazada y arrodillada, que se usa en un ritual en los recintos del Vaticano, representaba una reverencia indígena para la virgen María, un panteísmo indígena o la adoración a la naturaleza. Parecía que los funcionarios del Vaticano estaban decididos a no aclarar el asunto, entonces se desató la indignación de los tradicionalistas y al final un joven tradicionalista se robó una de las estatuas de una iglesia romana y la lanzó al río Tíber, lo cual lo convirtió en un sucesor de San Bonifacio o en un iconoclasta racista, dependiendo de cuál es el bando de los medios de difusión católicos en el que creemos.
Todo esto es emocionante, pero también irrelevante para el resultado real del sínodo, el cual mostró poco de la oposición conservadora que caracterizaba a las batallas sinodales sobre el divorcio y las segundas nupcias, y al final redactó un documento que respaldaba el proyecto principal de la era del papa Francisco: la descentralización de la doctrina y la disciplina, donde es probable que el celibato de los sacerdotes sea la norma más reciente que cambie pronto en muchas regiones de la Iglesia católica romana, como ya sucede con la interpretación de las enseñanzas eclesiásticas sobre el divorcio y las segundas nupcias.
Incluso el acto de desacato de los tradicionalistas forma parte de la predictibilidad de los debates. A medida que se ha vuelto más intensa la oposición conservadora al papa Francisco, también se ha vuelto más marginal y se define más por actos simbólicos que por estrategias prácticas que desatan más ira que nunca en internet. Aunque la oposición dentro de la jerarquía se ha ido atenuando debido a retiros, despidos y fallecimientos.
Hace cuatro años, escribí un ensayo en el que describía la era de Francisco como una crisis para el catolicismo conservador, o al menos el catolicismo conservador que creía que Juan Pablo II había instituido debates permanentes sobre el celibato, el divorcio, la intercomunión y la ordenación de las mujeres. Esa crisis ha empeorado y se manifiesta tanto en argumentos feroces dentro del derecho católico como en la oposición en internet al papa mismo. Además, no creo que estemos más cerca de una respuesta definida a lo que le sucede al catolicismo conservador cuando parece que ya no tiene al papado de su lado.
Mientras se realizaba el sínodo, sostuve una larga entrevista con uno de los mayores críticos conservadores del papa, el cardenal Raymond Burke. Nunca lo había visto antes, pero era como me lo había imaginado: obstinado y cándido al mismo tiempo, sin la afectación habitual de los políticos de la Iglesia, y se enfrentaba directamente a las críticas del papa.
La crítica de Burke es muy simple. La enseñanza de la Iglesia en aspectos como la indisolubilidad del matrimonio no debería estar cambiando y eso es lo que él defiende: “Yo no he cambiado. Sigo enseñando las mismas cosas que siempre he enseñado y no son ideas mías”. Lo que es inmutable con seguridad no puede alterarlo un pontífice. “El papa no es un revolucionario elegido para cambiar las enseñanzas de la Iglesia”, y, por tanto, si al parecer Francisco está alentando cambios de manera tácita mediante algún tipo de proceso descentralizador, significa que “existe una ruptura de la autoridad central del pontífice romano” por lo que el papa “en efecto se ha rehusado a ejercer su cargo”.
Esta postura tiene algunos precedentes en la historia del catolicismo. John Henry Newman, el converso victoriano, teólogo y cardenal a quien recientemente canonizó Francisco, una vez sugirió que hubo una “suspensión temporal” del magisterio de la Iglesia, su autoridad de enseñanza, en las épocas en que el papado, en definitiva, no logró enseñar ni ejercer disciplina sobre temas controvertidos. Además, los santos de la Iglesia en esos periodos incluyen a los obispos que se quedaron solos en defensa de la ortodoxia, en ocasiones contra una presión papal equivocada.
Pero en mi conversación con el cardenal también fue palpable cuán difícil es mantener un catolicismo ortodoxo contra el papa. Por ejemplo, el mismo Burke planteó un escenario hipotético en el que Francisco avala un documento que incluye algo que el cardenal considera como una herejía. “La gente dice que si no aceptamos eso, habrá un cisma”, comentó Burke, “yo diría que el documento es cismático, no yo”.
Pero esto implica que, en efecto, el papa podría encabezar un cisma pese a que, por definición, el cisma supone romper con el papa. Esta es una idea que muchos teólogos católicos conservadores han abordado recientemente; no se vuelve más convincente con la formulación. Y el mismo Burke lo reconoce: sería una “contradicción absoluta” sin precedentes ni explicaciones en la ley de la Iglesia.
Sin embargo, la influencia de esas ideas explica por qué solo se tiene que dar un paso más allá de la postura de Burke para terminar como una especie de sedevacantista, una persona que cree que el papa en realidad no es el papa; o de manera alternativa, que la Iglesia está tan corrompida y comprometida por la modernidad que, técnicamente, el papa podría seguir siendo papa, pero su autoridad ya no importa. Es una postura muy tradicionalista surgida de internet, y es difícil ver cómo (a la larga) no llevaría a muchos de sus adherentes a que se separaran de la Iglesia más universal para unirse a los tradicionalistas casi exiliados que surgieron después del Concilio Vaticano II con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X.
¿Existen alternativas a la postura frágil de Burke o a la caída cismática? Por el momento existen dos: una es el catolicismo conservador que lucha más incansablemente que Burke para interpretar todas las medidas de Francisco como una continuidad de las de sus predecesores, mientras sostiene que las personas nombradas y los aliados de la liberalización del papa de alguna manera lo están malinterpretando. Esta fue la postura predeterminada de los conservadores a principios del pontificado de Francisco; desde entonces, se ha vuelto más difícil de sostener. Pero persiste con la esperanza de una especie de momento de retorno a la normalidad, cuando el papa Francisco o algún sucesor decida que los obispos católicos en países como Alemania están llevando las cosas demasiado lejos, al punto de que pueda haber una especie de restauración de los frentes de batalla de la era de Juan Pablo II, y el papado —pese a los experimentos de Francisco— se reinterprete como si siempre hubiera estado del lado de la ortodoxia.
Otra alternativa es un conservadurismo que simplemente solucione el conflicto aparente entre la tradición y el poder del papa a favor de este último, sometiendo su criterio privado a la autoridad papal al estilo del siglo XIX, incluso si ese sometimiento requiere aceptar cambios en relación al sexo, al matrimonio, al celibato y a otros asuntos que se parecen muchísimo al protestantismo liberal al que se opusieron los papas del siglo XIX. Este sería un conservadurismo de estructura más que de doctrina, como lo sugiere el título de una página web que apoya su enfoque: “Donde está Pedro”. Pero, para que tenga coherencia a largo plazo, todavía necesitaría una consideración de la forma en que puede y no puede cambiar la doctrina más allá del decreto papal. Así que esto también está a la espera de aclaraciones que este papado no ha proporcionado de manera manifiesta.
La importancia de esa espera es la única conclusión concreta que puedo descifrar de todo este embrollo. Siempre que los católicos conservadores tengan el poder de oponerse a lo que parecen ideas falsas o innovaciones desastrosas, deben hacerlo. Pero también deberían ver su impotencia a través del lente de su propia religión. Eso significa considerarla como una posible purgación, una lección sobre la escasez de estrategias y de sabiduría humanas, y un motivo para adoptar la advertencia poética de T. S. Eliot: Todavía existe la fe, pero la fe, la esperanza y el amor están a la espera.
c.2019 The New York Times Company