El exsacerdote Bernard Preynat, desposeído de su condición de clérigo desde julio pasado, se sienta a partir de este martes en el banquillo de los acusados del Tribunal de Lyon (este de Francia) en el proceso del caso que sacó a la luz pública la pederastia en la Iglesia francesa y su ocultación orquestada por la jerarquía.
En el banco de los acusadores solo estarán una decena de las víctimas de los tocamientos y violaciones de este sacerdote, sufridos entre 1985 y 1991, los que han podido escapar a la prescripción de la mayor parte de los casos, un centenar detectados por la investigación y las asociaciones creadas para buscarlos.
Como ya hizo ante los investigadores, Preynat dejó claro desde el primer momento que no tiene previsto negar la acusación: “Reconozco los hechos. En aquel momento no me daba cuenta de su gravedad”.
Con voz entrecortada, Preynat, que ahora tiene 75 años y afronta una pena que puede llegar hasta los diez años de cárcel y 150.000 euros de multa, aseguró que pudo abusar «de cuatro o cinco niños a la semana», que lo hacía sobre todo los fines de semana y cuando los llevaba de campamento.
Fueron las denuncias de las víctimas lo que le hicieron tomar consciencia de que sus caricias y tocamientos generaban un daño en los niños que, ahora adultos, reconocieron que siguen arrastrando secuelas y en algunos casos les hicieron pensar en el suicidio.
Francia vive el proceso como un juicio a una época en la que la Iglesia miró para otro lado y consintió la actuación de un clérigo carismático y poderoso, que creó un grupo de «scouts» al margen de todo control, en el que multiplicó los abusos que también cometió en su diócesis.
Su caso fue retratado en la película “Grâce à dieu”, de François Ozon, estrenada en febrero pasado, coincidiendo con otro juicio paralelo, el que acabó con la condena a seis meses de prisión exentos de cumplimiento al cardenal y arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin, por haber encubierto a Preynat.
Durante la investigación, el sacerdote confesó que él mismo fue víctima de abusos en su infancia y que comenzó a cometerlos en su juventud, entre los 16 y los 17 años, cuando era monitor en colonias de vacaciones, época en la que se sitúan las primeras denuncias sobre su comportamiento.
En el seminario continuaron las señales de alerta, lo que llevó a sus superiores a inscribirle en una terapia psiquiátrica entre 1967 y 1968, pero ello no impidió que fuera ordenado sacerdote en 1971.
Enviado a la parroquia de Saint-Luc de Sainte-Foylès, a las afueras de Lyon, Preynat se convirtió en una figura influyente, muy querido por las grandes familias locales, un estatus que le permitió organizar su grupo de «scouts».
El goteo de denuncias de los padres fue incesante, hasta que en 1990 lo reconoció ante el entonces arzobispo de Lyon, Albert Decourtray, que se contentó con cambiarle de parroquia, lo que provocó un gran descontento entre sus fieles de Sain-Luc, que le tenían en alta estima.
Tras un breve paso por un convento de monjas, Preynat fue enviado al pequeño pueblo de Neulise.
En el verano de 2015, una de las víctimas, Alexandre Hezez, comenzó una batalla para apartar a Preynat del clero.
Ante la inacción del arzobispado, dirigido ya por Barbarin, Hezez escribió al papa Francisco y a la Fiscalía y presentó una denuncia, que sacó a la luz el caso que hizo temblar los cimientos de la Iglesia francesa.
La investigación canónica fue más rápida de lo habitual y no esperó a la civil. Preynat fue desposeído de su condición de clérigo en julio de 2019. Pero el escándalo no se detuvo. La Fiscalía abrió una investigación y las víctimas se organizaron en una asociación, «La Palabra liberada», que acumuló testimonios de víctimas.
La onda expansiva se llevó por delante a Barbarin y obligó a la Iglesia francesa a endurecer sus procedimientos en materia de pederastia.
Se creó una comisión interna para detectar nuevos casos y para sensibilizar a todos los estamentos de la forma en la que hay que actuar frente a ellos.