MARACAIBO, Venezuela — En sus últimos minutos juntos, Jean Carlos, de 8 años, se aferró a la mano de su madre como un ancla y prometió “respirar profundo” para evitar llorar. Su hermana, Crisol, de 10 años, se escondió enojada en la cocina. Su hermano, Cristian, de 12 años, arrastró una maleta azul hasta el patio.
Luego de pasar la puerta para los familiares, en el terminal de pasajeros, Aura Fernández, de 38 años y madre soltera de diez niños, contuvo las lágrimas. Su autobús llegó rodando por la vía. Fernández besó a sus hijos, subió a bordo y desapareció.
“Los amo”, dijo antes de partir. “Estudien mucho”.
Tras siete años de colapso económico, la crisis migratoria de Venezuela se ha convertido en una de las más grandes del mundo. Millones se han marchado. Para fines del 2020, se estima que 6,5 millones de personas habrán abandonado el país, según ACNUR, el organismo de las Naciones Unidas dedicado a los refugiados. Es un número que raramente se ve, si es que alguna vez se ha visto, en otro contexto que no sea una guerra.
Un fenómeno impactante se esconde dentro de esos datos. Madres y padres venezolanos, decididos a encontrar trabajo, así como alimentos y medicinas, están dejando a cientos de miles de niños al cuidado de sus abuelos, tías, tíos e incluso hermanos que apenas han pasado la pubertad.
Muchos padres no quieren que sus hijos pasen por la conmoción extenuante y, en ocasiones, muy peligrosa de un desplazamiento. Otros simplemente no tienen el dinero para llevárselos.
El éxodo es tan grande que está reconfigurando el concepto mismo de la niñez en Venezuela. Está obligando a niños de primaria a salir a trabajar a las calles, dejando a muchos de ellos en una situación vulnerable ante el torbellino de personajes abusadores que han llenado el vacío que dejó el colapsado Estado venezolano, lo que incluye a traficantes de sexo y grupos armados.
Según un diagnóstico realizado por CECODAP, la organización de ayuda establecida en Caracas, y la empresa encuestadora Datanálisis, los padres migrantes abandonaron a casi un millón de niños.
“Uno crece rápido”, dijo la sobrina de Fernández, Silvany, una niña de 9 años de cabellos largos y voz ronca. Su madre se fue a trabajar a Colombia en octubre.
Desde entonces, Silvany y sus primos se han quedado con sus frágiles abuelos. La alumna de cuarto grado ha asumido muchas de las responsabilidades relacionadas con su hermanito, Samuel, de 1 año. Lo alimenta y lo arrulla por las noches.
“Soy su hermana, pero realmente soy la niñera”, afirmó.
En raras ocasiones, hay niños que han pasado por abuelos, primos y vecinos, ya que quienes los cuidaban migran o desaparecen, hasta que los pequeños finalmente terminan solos.
“Es un fenómeno que va a cambiar el rostro de nuestra sociedad”, afirmó Abel Saraiba, psicólogo de CECODAP, que brinda orientación a los niños venezolanos. Estas separaciones, añadió, pueden debilitar potencialmente a la misma generación que se supone que algún día deberá reconstruir a esta Venezuela en crisis.
El éxodo está asfixiando a las organizaciones sociales. Muchas de ellas han visto cómo sus donantes —familias de clase media y alta— huyen del país justo en el momento en el que más los necesitan.
La llegada del nuevo coronavirus a Venezuela ha aislado más a estos niños. Para combatir la propagación, el presidente Nicolás Maduro anunció una cuarentena nacional y ha enviado a las fuerzas militares a las calles para hacer cumplir las medidas.
Este esfuerzo ha separado a muchos niños de sus profesores y vecinos, quienes a veces son sus únicos medios de subsistencia. Al mismo tiempo, las fronteras han sido cerradas, lo que aísla a estos niños del resto del mundo y hace que sea imposible que sus padres regresen o vengan a llevárselos.
En el estado Zulia, donde Fernández dejó a sus hijos en enero, el colapso económico es particularmente duro. Esta región alguna vez fue la Texas de Venezuela: rica en petróleo y ganado, orgullosa de su cultura inconfundiblemente regional y hogar de una próspera clase de trabajadores petroleros que compraban buenos autos y tomaban vacaciones costosas.
Hoy en día, es el escenario de apagones programados y trabajos con salarios mensuales que apenas alcanzan para comprar arroz para dos días.
Por una amplia calle de Maracaibo, la capital del estado, se encuentra un edificio humilde, pintado en azul, llamado Casa Hogar Carmela Valera.
Es un colegio internado para niñas con necesidades, dirigido por monjas alegres que se deslizan por sus pasillos soleados usando largos hábitos negros. En el pasado, las estudiantes venían aquí luego de que sus padres fallecían o comenzaban a consumir drogas. Hoy, al menos la mitad de sus residentes tienen a alguno de sus padres fuera del país.
Las niñas comparten una habitación de color melocotón, una cocina, una capilla, un pequeño comedor, así como un patio con una cancha de baloncesto y un escenario.
El colegio ha vivido mejores momentos. Cada dos semanas llega el agua corriente durante un corto periodo, y las niñas se bañan, cocinan y descargan el inodoro usando el agua que almacenan en cualquier contenedor que consigan. Uno de los dos baños no tiene bombillas, lo que significa que tienen que cepillarse los dientes sobre pisos resbalosos en la oscuridad.
La hermana Wendy Khalil, de 39 años, dijo que el lugar necesitaba desesperadamente de todo: antibióticos, champú, papel sanitario, vegetales, tanques de agua.
Sin embargo, su principal preocupación es ofrecerles un poco de normalidad a sus protegidas. Las mantiene ocupadas asignándoles deberes y organizando ocasionales noches de películas, para que no tengan tiempo de pensar en otra cosa.
“Dile no a la depresión”, dice uno de los carteles del patio. El año pasado, una de las estudiantes se encerró en el baño y amenazó con suicidarse luego de que sus padres se fueron del país.
El mes pasado, hubo un día en el que las niñas se despertaron justo después del amanecer, se peinaron y se dirigieron a la capilla, donde un sacerdote las dirigió en una apasionada oración, acompañadas de una monja con una guitarra.
Más tarde, en el patio, las niñas pusieron “La Cenicienta” y bailaron canciones pop. Luego, hubo una pelea entre una pequeña niña de 7 años cuya madre se había ido del país en Nochebuena y Ana, de 10 años, cuyos rizos negros se sacudían cuando hablaba.
“Tu mamá te abandonó”, se burló Ana.
“¡Mi mamá no me abandonó!”, gritó la pequeña niña.
Luego, Ana se sintió mal. Como una de las estudiantes mayores, a veces se mete en la cama de las más pequeñas, para consolarlas mientras lloran.
“En mi casa no había comida”, le dicen.
“Estamos viviendo una época de crisis”, dijo Ana.
“Nadie” le explicó el colapso del país, dijo Ana. “Me he dado cuenta por mí misma”.
Al día siguiente de que Fernández se marchó, su hijo Jean Carlos llevó su cuaderno desgastado a clases. Muchos de sus hijos han sido excelentes estudiantes, aseguró Fernández, en particular Jean Carlos, un aspirante a médico que empezó a leer a los 3 años.
Sin embargo, desde que se fue del país, algunos de ellos han experimentado retrocesos significativos, en especial Crisol, quien ya se había aprendido las tablas de multiplicar y, repentinamente, las olvidó.
En la escuela, Jean Carlos se quedó mirando la oración en la pizarra, la cual debía ser copiada por los estudiantes hasta que llenaran una página en sus cuadernos.
“La mesa es de mamá”, decía la oración.
“La mesa es de mamá”, escribió.
“La mesa es de —-”, escribió en la línea siguiente.
“La mesa es de —-”, intentó nuevamente, y luego una vez más.
Y no pudo continuar.
Los hijos de Aura Fernández en su habitación compartida en Maracaibo, Venezuela, extrañaban a su madre días después de que se fuera a trabajar a Colombia, el 25 de enero de 2020. (Meridith Kohut/The New York Times)
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