Declan Walsh
EL CAIRO — Durante meses, uno de los misterios más duraderos del coronavirus fue por qué algunos de los países más poblados del mundo, con sistemas endebles de salud y barrios pobres abarrotados, habían logrado eludir el embate de un brote que estaba arrasando con sociedades relativamente prósperas en Europa y Estados Unidos.
Ahora, algunos de esos países están cayendo en las fauces de la pandemia, e intentando asimilar la posibilidad de que sus problemas apenas están comenzando.
A nivel mundial, los casos conocidos del virus están aumentando con más velocidad que nunca, con más de 100.000 nuevos registros al día. El repunte está concentrado en países densamente poblados, de ingresos medianos y bajos, en Medio Oriente, América Latina, África y Asia meridional.
No solo ha saturado los hospitales y los cementerios en estas regiones, sino que ha frustrado las esperanzas de los líderes que pensaban que estaban haciendo todo bien o creían que quizá se librarían de alguna manera de los peores estragos de la pandemia.
“No hemos visto ninguna evidencia de que ciertas poblaciones vayan a quedar exentas”, afirmó Natalie Dean, profesora adjunta de Bioestadística en la Universidad de Florida. Para las que aún no se ven afectadas, aseguró, “es una cuestión de tiempo, no de azar”.
Varios de los países recién impactados están liderados por autócratas y populistas que ahora enfrentan un enemigo que no se puede neutralizar con arrestos ni discursos fanfarrones. En Egipto, donde la tasa confirmada de nuevas infecciones se duplicó la semana pasada, la pandemia ha creado fricciones entre el presidente Abdulfatah el Sisi y los médicos que se han manifestado por la falta de equipo de protección y capacitación.
En Brasil, el total de víctimas rebasó las 32.000 el jueves, con 1349 muertes en un solo día, un golpe aún más profundo para el presidente populista, Jair Bolsonaro, quien no ha dejado de minimizar la amenaza.
“Lamentamos todas las muertes, pero ese es el destino de todos”, declaró el martes.
En Bangladés, un desastre natural ayudó a propagar la enfermedad. El ciclón Amphan, una tormenta letal que devastó varias comunidades que se encontraban en confinamiento en el territorio el mes pasado, aumentó la cifra a 55.000 casos.
Esta semana, las autoridades bangladesíes reportaron la primera muerte por COVID-19 en un campamento de refugiados, un hombre rohinyá de 71 años, originario de Birmania, una señal ominosa de los problemas más graves que esto depara para la gente vulnerable que ya sufre amontonada en cientos de estos campamentos en los países más frágiles del mundo.
El alza define una nueva etapa en la trayectoria del virus, que se aleja de los países occidentales que se han establecido en una batalla agotadora en contra de un adversario cada vez más familiar, y se dirige a los rincones del planeta donde muchos esperaban que el clima caliente, las poblaciones jóvenes o algún otro factor epidemiológico desconocido podría protegerlos de un flagelo que ha infectado a 6,5 millones de personas y matado a casi 400.000, de las cuales más de una cuarta parte ha sido en Estados Unidos.
Si bien la cifra de 30.000 casos de Egipto es mucho menor a la de varios otros países árabes —Arabia Saudita tiene tres veces más— su número de muertes es por mucho el más elevado de la región, y su tasa de infección se ha disparado.
El domingo pasado, el gobierno registró 1500 casos nuevos, un aumento de los 700 que se habían estimado apenas seis días antes. Al día siguiente, el ministro de Educación Superior e Investigación Científica advirtió que la cifra real de casos en Egipto podía ser de más de 117.000.
Algunos hospitales están abarrotados, y los médicos están indignados por la escasez de equipo de protección que, a decir de ellos, ha derivado en la muerte de al menos 30 médicos. La furia se materializó la semana pasada en torno a la muerte de Walid Yehia, un médico de 32 años a quien se le negó el tratamiento en el área de emergencias del saturado hospital general Monira, donde él trabajaba.
Sus colegas del hospital hicieron huelga durante una semana para protestar por su muerte. El principal sindicato de médicos emitió una declaración en la que acusaba al gobierno de “conducta delictiva” y advertía que Egipto se dirigía hacia una “catástrofe”, fuertes palabras en un país en el que el Sisi ha encarcelado a decenas de miles de opositores.
La semana pasada, El Sisi despotricó en Twitter contra “enemigos del Estado” no especificados que atacaron los esfuerzos del gobierno para combatir el virus. Antes de esto, el fiscal general de Egipto advirtió que cualquiera que difundiera “noticias falsas” sobre el coronavirus enfrentaría cinco años en prisión.
Médicos de varios hospitales dijeron que habían recibido amenazas de las temidas fuerzas de seguridad de El Sisi por atreverse a reclamar. Los médicos que fueron entrevistados para este artículo hablaron con la condición de conservar su anonimato por miedo a represalias o detenciones.
El Sisi se dio cuenta del poder del virus desde las primeras etapas de la pandemia, cuando dos generales de alto rango murieron de COVID-19. Sin embargo, su gobierno parece decidido a darle un giro optimista al buen manejo que se le ha dado a la situación.
La semana pasada, el Ministerio de Salud publicó un video promocional que mostraba a pacientes con coronavirus en un hospital hablando maravillas del trato que habían recibido y alabando a El Sisi. “No lo puedo creer, presidente Abdulfatah el Sisi”, decía un paciente con cubrebocas. “No puedo creer lo que está haciendo por nuestro bien”.
En Facebook, se revela un panorama muy diferente, en el que pacientes desesperados o sus parientes han publicado videos en los que suplican ayuda.
En una grabación que se ha difundido ampliamente, una mujer llora y dice que varios hospitales se negaron a atender a su padre enfermo. En otra, un hombre con síntomas de coronavirus protesta contra los guardias de seguridad de un hospital que le prohíben la entrada. “Presenta tu queja con la policía”, le dicen.
Los expertos dicen que la obsesión de El Sisi con demostrar que está venciendo la pandemia quizá motivó a algunos egipcios a bajar la guardia, un fenómeno similar al que sucede en Estados Unidos, donde a algunos estadounidenses les consuelan las garantías casuales que ofrece el presidente Donald Trump.
Por desgracia, esa negligencia puede tener graves consecuencias.
En marzo, Mohammed Nady, de 30 años, un empleado del hotel Sheraton en el centro de El Cairo, publicó un video en Facebook en el que desestimaba el virus como una conspiración fabricada por Estados Unidos para humillar a China.
A las pocas semanas, publicó un segundo video desde el hospital en el que anunciaba que había contraído el coronavirus.
Un tercer video lo mostraba postrado en una cama, respirando con dificultad. “Estoy muriendo”, decía. “Me estoy muriendo”.
Falleció en abril, tres días antes de que su padre también pereciera ante la enfermedad.
Sepultureros cargan el ataúd de una víctima de coronavirus antes de un entierro en el cementerio Vila Formosa en São Paulo, Brasil, el 28 de mayo de 2020. (Victor Moriyama/The New York Times)
c.2020 The New York Times Company