Por Infobae.- Primeras horas del primer día de septiembre de 1997. Hospital de la Salpêtrière, París. Los médico declaran oficialmente muerta a Diana Spencer, de 36 años, víctima de un accidente: el auto en el que viajaba se estrelló la noche antes dentro del Puente del Alma, margen norte del río Sena. También han muerto su novio, Dodi Al-Fayed, millonario, hijo del dueño del mítico hotel Ritz, y Henry Paul, el chofer. Sólo sobrevivió Trevor Rees-Jones, guardaespaldas de Dodi.
El escueto informe policial informa que Trevor era el único que llevaba puesto el cinturón de seguridad. El mundo se estremece. Porque a la muerta le han bastado apenas dieciséis años para construir su leyenda.
Mucho se ha repetido y especulado con un latiguillo: “La princesa que quería vivir”. Pero Diana no fue feliz en ese empeño. Su relación con Al Fayed la ilusionaba. Pero no llegó a disfrutarlo como lo había soñado. Fue, en una noche trágica de hace 23 años, un cuerpo martirizado en el fondo de un túnel de nombre premonitorio: d’Alma. Del alma. La que mantuvo limpia aun entre las oscuridades, las trampas y el desprecio de las testas coronadas.
Historia de una mujer que se convirtió en leyenda
La gran historia de amor del siglo XX. La que el lugar común de los vulgares cronistas calificó como “El último cuento de hadas” fue, en términos de almanaque, tan fugaz como el agotado fuego de un leño ya casi hecho ceniza… en una de las chimeneas de mármol del castillo de Balmoral.
Pero la gran historia que construyó Diana, amada en el mundo entero, duró apenas dieciséis años. Del 29 de julio de 1981 –boda en la Catedral de San Pablo, Londres– hasta la noche del 31 de agosto de 1997: atroz final en el túnel del Puente del Alma, París.
Pero esa brevedad nada tuvo de rutina, paz, felicidad. Su signo fue el dolor, el abandono, la ficción, los amores clandestinos, el escándalo.
La acción empezó a los 16 años de Diana Frances Spencer, tercera y última hija de John Spencer, octavo conde de Althorp, en una discoteca. En la penumbra, Charles Philip Arthur George Windsor, príncipe de Gales, bailaba con Sarah, una hermana de Diana. De pronto, cambio de pareja… y desde entonces, encuentros furtivos.
Corría 1977. Diana estudiaba y vivía en un internado de Suiza, y ese salto hacia la vida real (y Real) le agitó la sangre. Carlos tenía 29 años: noble, hijo de Isabel II, heredero del trono (salvo oposición de la reina o propia), con experiencia, hacía cierta la leyenda del Príncipe Azul.
Desde luego, inocente, Diana ignoraba el verdadero, fogoso, sempiterno y clandestino amor que lo unía a Camilla Parker-Bowles, un año menor que Carlos, y la única mujer que le movía el piso con una receta infalible: complicidad, confianza y mucho sexo.
En sus encuentros con Carlos, le encantaba recordar una historia:
–¿Sabes? Mi bisabuela Alice Keppe fue amante de Eduardo VIII, bisabuelo de Isabel II… ¡tu madre!
Estábamos destinados…
Pero Felipe de Mountbatten, su padre y príncipe consorte, empezó a presionar a Carlos, desde que este cumplió 30 años: era imperativo que se casara. En las casas reales, las cosas son así.
Y colorín colorado. El 29 de julio de 1981, en la Catedral de San Pablo, ante el obispo de Canterbury… ¡y 700 millones de almas frente al televisor!, Carlos y Diana se casaron bajo los acordes de “Pompa y circunstancia Opus 39”, una de las cinco marchas compuestas por Edward Elgar.
Y pronto llegaron los hijos. El 21 de junio de 1982, el principito William, y el 15 de septiembre de 1984, el principito Harry. La familia perfecta, si no fuera porque entre Carlos y Diana había ya un manojito de escarcha, como cantó Joan Manuel Serrat en “Romance de Curro el Palmo”.
Él volvió a las sábanas de Camilla, y Diana –ya Lady Di, así llamada cariñosamente por el pueblo– confesó en 1995 ante los micrófonos de la BBC:
–Éramos un matrimonio de tres…
En realidad, de cuatro. Porque la soledad y la soledad –empezó a abusar de psicofármacos– la arrojaron en brazos del joven mayor del ejército James Hewitt, su instructor de equitación. Una relación que perduró desde 1987 hasta 1992 (un lustro), y de la que el jinete sacó pingüe tajada luego de su retiro: el libro de memorias J. Hewitt y Diana de Gales: nuestro amor prohibido.
Fue el primero de un larga y desesperada búsqueda del amor. Según el famoso RR.PP Max Clifford, ““su verdadero amor fue el cardiólogo pakistaní Hasnat Khan, que vivió en Londres. La historia empezó en 1995, cuando la princesa ya se había separado de Carlos (N. de la R.: el divorcio se firmó el 28 de agosto de 1996). Se conocieron durante las visitas de ella al hospital Royal Brompton para confortar a los enfermos”.
Pero según parece, Khan renunció a ella porque no soportaba su fama y la presión de los medios. Era demasiado famosa, demasiado pública, demasiado querida, viajera impenitente, líder de la moda –la mejor vestida de la Corona–, y demasiado amada por sus obras de caridad, cuyo desiderátum fue su visita a la Madre Teresa de Calcuta. Un panorama asfixiante para un hombre de consultorio y estetoscopio perpetuo.
Desde entonces, sus amantes ciertos o falsos, probados o inventados por la prensa fueron el tema preferido de los tabloides británicos.
Los paparazzi la convirtieron en su presa más preciada. Así buscaron las fotos con cada uno de los hombres con que Diana intentó ser feliz.
Primero fue el cantante Bryan Adams, que le dedicó el tema Diana. Luego, su guardaespaldas Barry Mannakke, transferido a otro cargo y muerto en un accidente de moto en 1987… no sin revuelo: investigaciones de prensa sugirieron una muerte por encargo. Más tarde, James Gilbey, su chofer, con el que Diana mantenía apasionadas charlas telefónicas. Llegó el turno para el romance más esperado con John-John Kennedy, hijo del presidente asesinado. Según Simone Simmons, íntima amiga, en su libro Diana: la última palabra, cuenta que se encontraron en Nueva York en 1995. Él quería entrevistarla para su lujosa revista George, y aunque se negó, lo recibió en su suite. “Comenzamos a hablar, y un paso tras otro, terminamos en la cama. Simplemente hubo química”.
Y por fin, el último y con quien Diana soñó un futuro, el millonario egipcio Dodi Al-Fayed. Muchos se preguntaron: ¿Amor o venganza? A juzgar por el testimonio de Max Clifford, “a Diana le encantaba que la familia real odiara esa relación. Era más importante humillar al trono que estar enamorada, y por eso no ocultó su vida con Dodi a bordo de su súper yate, como leona al sol frente a Saint Tropez”. Otros, sin embargo, aseguran que en él había encontrado un hombre con el que sentía feliz.
La princesa de Gales y el heredero del imperio Harrods, hijo del multimillonario Mohamed al Fayed, se conocieron en 1986 en un partido de polo… donde el equipo de Dodi se enfrentó al de Carlos. Pasaron diez años. En el verano del 97, ella tenía 36 años y él, 42. Los dos, divorciados. Los dos, ricos. Toda la vida por delante…
Pero llegó la noche del 31 de agosto de ese mismo 1997. La pareja salió del mítico hotel Ritz de París, que entre sus páginas de historia figuran testas estrellas del show business, jefes de Estado, y cuyo bar se llama Ernest Hemingway, en honor a su célebre cliente, que amaba esa barra.
El hotel había pasado a manos del padre de Dodi: los novios estaban en su casa… Ya en la calle, los rodeó un enjambre de fotógrafos. Subieron –huyeron, casi–, al Mercedes Benz S-80, y el chofer, Henri Paul clavó el acelerador contra el piso. Los fotógrafos los siguieron en autos y motos. Una carrera tan loca como incomprensible… que terminó contra un paredón del túnel del Puente del Alma.
Dodi y el chofer murieron en el mismo instante. Diana, destrozada, algo más tarde, en el hospital Pitié Salpetriere.
Esa noche no manejó Colin Tebbutt, el chofer oficial de Diana. Veinte años después se animó a hablar. “El auxilio tardó demasiado. Fui al hospital y tapé las ventanas con mantas para que nadie pudiera verla ni sacarle fotos, y llevé al cuarto unos ventiladores, porque el calor era asfixiante. Fue muy difícil verla en una cama y no en la morgue. El aire del ventilador movía sus pestañas y su pelo. Me golpeó mucho…”.
Mientras Londres vivía y lloraba en uno de los funerales más impresionante de su historia, y las flores llevadas por el pueblo cubrían kilómetros, la Casa Real callaba. Pero ante tanta presión, los consejeros de la reina Isabel II la impulsaron a emitir un comunicado, que llegó a todos los oídos cuatro días después, y no fue precisamente una pieza dictada por la emoción, y la tardanza, una definición del fastidio y la indiferencia de la Corona hacia esa mujer cuya muerte movilizó a toda Inglaterra. Sin duda, la amaron. Sin duda fue, para ellos, “la princesa del pueblo”.
Recién siete años más tarde (¡siete años!) la reina Isabel la reinvindicó durante la inauguración de una fuente pública de cinco millones de euros. Dijo: “La princesa fue un ser humano excepcional. Los recuerdos de los tiempos difíciles han amainado con los años. Yo no puedo –ni tampoco aquellos de nosotros que la conocimos mucho más personalmente, como hermana, esposa, madre o nuera– olvidar a la Diana que tuvo un gran impacto en nuestras vidas. Por supuesto hubo momentos difíciles, pero las heridas remiten con el tiempo. Recuerdo especialmente la felicidad que ella les dio a mis dos nietos”.
Lentamente se aplacó, por falta de pruebas, la teoría del complot de la Corona para asesinarla, más allá de que derramó ríos de tinta.
Y tampoco hubo una explicación racional para lo que muchos consideran un error, un disparate, una tontería.
Si en la noche fatal, rodeados de fotógrafos, Diana y Dodi hubieran posado para ellos unos minutos en lugar de escapar como delincuentes, no los hubieran perseguido: ya tenían lo que buscaban. Y hasta podían haberles dicho adónde iban y ellos esperarlos para una últimas tomas. Al fin y al cabo, el planeta entero conocía el romance, y las fotos de ambos decoraban cuanta revista del corazón existía. No hubo razón para emprender la trágica carrera. Entonces, ¿por qué?
En el 2005, Carlos y Camilla se casaron. Ella pasó a ser llamada “Su alteza real la duquesa de Cornualles”.
Recuerdo personal. Un mes antes de la muerte de Diana estuve en Londres y visité el famoso Museo de Cera. Sobre un largo escenario, y muy juntos, estaban todos los miembros de la Casa Real. Pero a Diana se la veía en la punta izquierda (desde el espectador), y notoria y deliberadamente separada del resto.
Una paria de lujo, pero paria al fin.