El 30 de diciembre de 2006 se cumplió la condena a muerte del tirano iraquí, que gobernó con mano de hierro a su país durante 24 años. Las dos guerras del Golfo. El uso de gas mostaza contra los kurdos. El pozo donde se ocultaba y de donde las tropas estadounidenses lo sacaron de los pelos.
Su cuerpo, con el cuello partido por el lazo de la horca, se balanceaba en el vacío, entre gritos de júbilo y una francachela de estudiantina entusiasmada, en cambio del recoleto escenario que presupone una ejecución; tal era el escándalo del festejo, que el júbilo llegaba a través del teléfono a miles de kilómetros de distancia, hasta la central de la CNN en Estados Unidos adonde, segundos antes, había llegado también la voz alegre y exaltada de Nouri al-Maliki que había dicho al periodista de la cadena noticiosa una frase histórica: “El cuerpo de Saddam está frente a mí. Se acabó”.
Habían pasado pocos minutos de las seis de la mañana del 30 de diciembre de 2006, hace diecisiete años. Cuando Malik cortó su diálogo con la CNN, el cadáver de Saddam Hussein, que había sido el hombre más poderoso de Irak, un auténtico trueno en el volátil Medio Oriente, que había hundido a su país en tres guerras desastrosas, que había gobernado por más de veinte años al frente de un régimen de terror que asesinó, torturó o mandó al exilio a miles de opositores; ese cadáver todavía tibio se balanceaba en el extremo de un cadalso improvisado, despojado, en lo alto de un salón oscuro y sudoroso del viejo y temido edificio que había sido la sede de la inteligencia militar de Hussein, al norte de Bagdad, y que ahora era parte de una base militar estadounidense.
Malik sabía de qué hablaba cuando mencionó al periodista de la CNN que el bullicio entusiasmado y ruidoso alrededor del cuerpo de Saddam se debía al festejo de funcionarios del gobierno: desde mayo de ese año, era el primer ministro del nuevo gobierno provisional de Irak, surgido luego del derrocamiento de Saddam tras la invasión de Estados Unidos a ese país en marzo 2003. Feroz opositor al régimen de Hussein, Malik había conocido la persecución y el exilio y, en los años 70, cuando era un muchacho universitario veinteañero, nació en 1950, se afilió al partido político Dawa, formado por musulmanes chiíes, al que la dictadura de Saddam y de su partido nacionalista, Baath, de confesión suní como su líder, combatía.
Junto a Malik celebraba un médico neurólogo, también férreo opositor a Hussein y que ahora asesoraba al gobierno provisional. Era Mowaffak al-Rubaie, que días después iba a jactarse de tener en su casa la soga de la que colgaba el ex hombre fuerte de Irak: “Simplemente se rindió, quedamos asombrados”, dijo Rubaie encantado incluso de su propia sorpresa. Decía la verdad, pero no toda. Saddam había llamado a resistir, la llamó “La madre de todas las batallas”, la invasión estadounidense a Irak, en busca de armas químicas que nunca fueron halladas, que siguió al terror causado por las voladuras de las torres del World Trade Center de New York en septiembre de 2001.
La invasión a Irak fue aclamada por los opositores a Saddam que supieron que se abría una oportunidad única. Saddam también entendió con rapidez cuál sería su destino. Desde que el primer contingente de tropas americanas llegó a Irak, la vida del ex dictador transcurrió de escape en escape, de escondite secreto en escondite secreto hasta su captura, el 13 de diciembre de 2003, nueve meses después de la invasión. Lo cazaron como a un conejo, por los pelos y desde el fondo de un pozo, el pelo sucio, enmarañado, la barba crecida, maloliente y resignado, sin más apoyo logístico que un ventilador que en el fondo del pozo, al pie de una palmera, vecino a una choza de piedra y a casi tres metros de profundidad, le renovaba de vez en vez el aire viciado de la cueva.
El fugitivo capturado tenía otro apoyo logístico: dos fusiles Kalashnikov con munición completa, que Saddam no usó, y una bolsa con setecientos cincuenta mil dólares que ya no le servían de nada. Los cazadores se encargaron de fotografiarlo todo. “Soy Saddam Hussein, soy el presidente de Irak y quiero negociar”, dijo en inglés a sus captores. Sus captores no querían negociar, querían sacárselo de encima y entregarlo a las autoridades iraquíes. Solo, sin séquito, sin custodia, sin boato, el hombre que durante un cuarto de siglo había sido el más fuerte de Irak, se entregó en total mansedumbre: “No hizo nada. Sólo se rindió”, dijo el oficial del ejército de Estados Unidos que lo esposó, palabras que con total fidelidad iba a repetir tres años después el médico Rubaie, ante el cadáver de Saddam y antes de descolgarlo para llevarse la soga a su casa.
El derrocamiento de Saddam y su enjuiciamiento por parte de un nuevo gobierno iraquí era el objetivo político y militar de la invasión estadounidense ordenada por el entonces presidente George W. Bush, que a esa hora, la del cadalso, dormía en su rancho de Crawford, Texas: el amanecer del sábado 30 en Bagdad era la noche del 29 en Estados Unidos. Con el cuerpo de Saddam todavía en el cadalso, el portavoz de la Casa Blanca, Scott Stanzel dijo que Bush se había acostado antes de la ejecución y que no había sido despertado. En la tarde del viernes, el asesor de seguridad nacional del presidente le había confirmado que Saddam sería ahorcado en las horas siguientes. De modo que la Casa Blanca preparó una declaración a ser emitida con la confirmación de la ejecución y antes de que Bush se fuese a dormir. En esa declaración Bush dijo que Saddam, “fue ejecutado después de recibir un juicio justo, el tipo de justicia que negó a las víctimas de su brutal régimen”. Eran palabras duras dedicadas a un viejo amigo: hacía años que Saddam había pasado a ser el principal enemigo de Estados Unidos y uno de los miembros del “eje del mal”, como había definido Bush a los países que apoyaban el terrorismo internacional.
Saddam Hussein había nacido el 28 de abril de 1937 en la aldea de al-Ajwa, un asentamiento paupérrimo de cabañas de adobe a orillas del río Tigris, en una familia de la tribu árabe al-Bu Nasir, de confesión suní. Su madre, Subha Talfah al-Mussallay, lo llamó Saddam porque en árabe significa “el que se enfrenta”. Saddam debió enfrentar los designios de su madre, que intentó deshacerse de su embarazo, destrozada por la depresión tras la muerte por un cáncer de su hijo mayor, de trece años. Saddam fue criado y educado por su tío, Khairallah Talfah, un suní devoto, oficial del ejército del reino de Irak y ferviente nacionalista que educó a Saddam en esa fragua: Irak apoyó al nazismo durante la Segunda Guerra.
Muy joven, el que sería hombre fuerte de Irak huyó hacia Bagdad, lejos de la miseria y el hambre de su pueblo y de su casa; se afilió al partido Baath en el que escaló dada su fuerte oposición al colonialismo y a la injerencia europea y de Estados Unidos en Medio Oriente. Adhirió al panarabismo proclamado por el líder egipcio Gammal Abdel Nasser y su revolución nacionalista de 1952. Saddam se adueñó del poder en Irak en 1979, después de derrocar a su primo, a quien había ayudado a conquistarlo. El mismo día de su asunción y desde el mismo escenario en el que tomó posesión del mando, denunció una conspiración en su contra destinada a derrocar a su gobierno que llevaba pocos minutos de vida. Dio, además, los nombres de los presuntos implicados en ese complot que estaban, todos, sentados en la platea. Hizo detener a sesenta y ocho personas y ejecutó a veintiuna: los sobrevivientes, los encarcelados y quienes no fueron rozados por la vara justiciera del nuevo líder, entendieron de inmediato cuáles y cómo eran los nuevos vientos que corrían en Irak.
Así gobernó Saddam, con el terror en la mano, tal como había asumido. Sumió en la pobreza a una nación rica en recursos, tal como hacen los gobiernos autócratas y los regímenes totalitarios; empleó los servicios secretos del estado para desplegar varias purgas estalinistas, Saddam admiraba a José Stalin, que alcanzó a figuras relevantes de su propio partido; persiguió a los miembros de la rama religiosa chiíta que, o bien fueron asesinados, o encarcelados y deportados de Irak. Lo mismo hizo con los comunistas, lo que llevó a cierto deterioro de sus relaciones con la Unión Soviética.
En 1980 protagonizó un siniestro baile de las sillas que por más de una década convirtió a Medio Oriente en un damero donde los amigos de mis enemigos son mis enemigos, pero mis enemigos de hoy no los son mañana, por lo que quienes eran mis amigos talvez sean hoy mis enemigos. Y viceversa. Fue en 1980 cuando Hussein desató la guerra contra el Irán del ayatola Khomeini. Irán le negaba a Irak una salida al mar y Saddam contó en esa guerra con la ayuda de Estados Unidos, porque el entonces presidente Ronald Reagan estaba enfrentado al Irán que había secuestrado a cincuenta y dos rehenes en la embajada de ese país en Teherán, y los había mantenido cautivos durante cuatrocientos cuarenta y cuatro días. Luego Reagan vendió armas a Irán y usó el dinero de esa venta para solventar la contra nicaragüense contra el sandinismo. Pero esa es otra historia.
El emirato de Kuwait también había dado apoyo financiero a Irak, temeroso, como todos, de que la revolución de los jóvenes mujaidines de Khomeini dominara la región al influjo de su fuerza religiosa: todo lo que llegó después, estaba entonces por venir. Las Naciones Unidas acusaron a Irak de usar armas químicas contra Irán, en especial, gas mostaza, que había sido usado ya en la Primera Guerra Mundial por Alemania. Sólo que ahora estaba prohibido en los campos de batalla. Fue aquel el primer alerta sobre el uso de armas químicas desplegado por el Irak de Hussein. Ocho años después de aquella guerra larga devastadora, y ya firmada una paz sin gloria con Irán, Saddam atacó con gas mostaza y otros agentes químicos que dañaban el sistema nervioso central, a los asentamientos de los rebeldes kurdos en el norte del país. Las fotos de los kurdos muertos en las calles eran más elocuentes que cualquier denuncia en foros internacionales.
En 1990 Hussein invadió, y anexó a su territorio, al emirato de Kuwait, su antiguo aliado en la guerra con Irán. En ayuda de Kuwait, y de la riqueza de sus pozos petroleros, acudió una coalición de naciones liderada por Estados Unidos. Así estalló la llamada Primera Guerra del Golfo, que terminó con la derrota de Saddam que el dictador disfrazó de victoria porque en su retirada desató una hecatombe: puso fuego a setecientos pozos de petróleo kuwaitíes.
Saddam se proclamó “servidor de Dios”, apeló al populismo y a su distorsión mayor, el nacionalpopulismo, en eso fue casi un pionero, vistió ropas de beduino cada vez que hizo falta, disparó su fusil al aire desde los balcones presidenciales de su palacio revestido en oro, llenó las cárceles de opositores, intensificó el control de la población a través de su policía secreta y llamó al mundo árabe a derrocar a todos los gobernantes “traidores a la gran nación árabe”, mientras Irak se hundía en la miseria, obligado como estaba a afrontar los costos de sus guerras y las sanciones impuestas por la ONU.
La voladura de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, la sospecha, nunca comprobada, del almacenamiento de armas químicas en Irak, y la negativa de Saddam de aceptar una inspección de Naciones Unidas en sus arsenales, llevaron a la Segunda Guerra del Golfo. Bush incluyó a Irak en aquel “eje del mal”, junto a Corea del Norte y a Irán y, en marzo de 2003, lideró otra coalición integrada por el Reino Unido, Australia, España y Polonia que invadió Irak y cercaron a Hussein.
Cuando las tropas estadounidense lo cazaron como a un conejo en su cueva en un pozo vecino a la aldea Al Daur, cercana a su vez de Tikrit, el lugar de nacimiento de Hussein ya hacía algunos meses que sus dos hijos, Uday y Qusay, dos figuras centrales del régimen, partícipes ambos de las torturas y las muertes de los opositores, habían caído en combate.
Desde entonces, la vida de Saddam Hussein transcurrió en cautiverio. El juicio en su contra empezó el 19 de octubre de 2005, ante los jueces del Alto Tribunal Militar iraquí, en cierto modo controlado, o influenciado, por la administración estadounidense en Irak. Lo acusaron de la matanza de ciento cuarenta y ocho chiíes en Duyail, al norte de Bagdad, una masacre ocurrida en 1982, luego de un intento de asesinar a Saddam en esa ciudad.
Pero las acusaciones, no formales, eran otras: Human Rights Watch fijó entre 250.000 y 290.000 las muertes y desapariciones en los veinticuatro años de gobierno de Saddam: más de 100.000 kurdos asesinados entre 1987 y 1988, cerca de 70.000 chiítas detenidos y recluidos sin cargo en los años 80 que, a la fecha del juicio, figuraban como “desaparecidos”, más una cantidad cercana a diez mil hombres retirados de los reasentamientos del Kurdistán iraquí en 1983 y cerca de 50.000 activistas opositores, izquierdistas, comunistas, kurdos y hasta miembros disconformes del partido Baath, a los que se agregaban los ejecutados bajo custodia en las llamadas “campañas de limpieza carcelaria”. Una gran masacre.
El 5 de noviembre de 2006, el juez Rauf Abdelrahmán leyó la sentencia a muerte por ahorcamiento y no hizo lugar al pedido del condenado de morir frente a un pelotón de fusilamiento. Saddam dijo: “Larga vida al pueblo, larga vida a la nación. Abajo lo invasores. Dios es grande”. Empezó entonces una carrera contra el tiempo, los preceptos religiosos y la ansiedad. El Alto Tribunal iraquí fijó la fecha de ejecución de Saddam el 2 de enero de 2007. Pero los funcionarios iraquíes, nombrados por la coalición y la administración estadounidense, sugirieron ahorcar a Saddam antes del nuevo año.
Según ese recaudo religioso, Hussein debía ser ejecutado al menos antes del 30 de diciembre, día en que comenzaba el Eid Al-Adha, la fiesta del sacrificio, que celebran los musulmanes de todo el mundo y prohíbe las ejecuciones. La celebración de cuatro días comenzaba el sábado 30 para los sunitas y el domingo 31 para los chiítas. El flamante gobierno iraquí buscó entonces la opinión de clérigos sunitas y chiítas para saber si se podía cumplir con la sentencia. Baha al-Araji, miembro del también flamante parlamento iraquí, dijo que los clérigos podían emitir una orden religiosa con fuerza legal, “en la que pueden admitir que, debido a circunstancias excepcionales, podía hacerse efectiva una condena a muerte”.
Hussein, en tanto, pasaba las últimas horas de su vida en una celda un tanto lúgubre en una base estadounidense cerca del aeropuerto de Bagdad. No hay indicios que indiquen que haya sabido, o intuido, que su final estaba muy cercano. La fecha y hora de su ejecución todavía no habían sido reveladas. Desde Jordania, Esam al-Gazawi, uno de los abogados de Hussein, dijo con amarga y furiosa ironía: “Nadie sabe cuándo sucederá, excepto Dios y el presidente Bush”.
Las pistas principales sobre la ejecución inminente la dieron, el viernes en la tarde, la presencia en el viejo edificio de la inteligencia iraquí, ahora en poder de las tropas estadounidenses, de un juez, un clérigo y un médico: la ley iraquí establecía entonces que ninguno de ellos podía faltar en una ejecución. Al mismo tiempo, las tropas intensificaban el patrullaje de Bagdad en temor a manifestaciones violentas una vez conocida la noticia de la ejecución.
Con todas las apelaciones rechazadas y con la sentencia confirmada, Saddam supo que iba a morir ahorcado. Pidió despedirse de sus hermanos y entregarles su testamento y algunos de sus efectos personales. Una última carta se jugó lejos de Bagdad, en Washington. El viernes por la tarde, los abogados de Hussein pidieron suspender la ejecución porque afectaría los litigios civiles que Saddam tenía pendientes. Pero la jueza Kathleen Kollar-Kotelly, dictaminó poco después de las nueve de la noche, que su tribunal no tenía jurisdicción en Bagdad. A esa hora, minuto más o menos y según sus voceros, el presidente Bush se fue a dormir en su rancho de Texas. El viernes en la noche, pero en Bagdad, otro de los abogados de Hussein, Giovanni di Stefano, dijo a CNN que el condenado había pasado de manos estadounidenses a las autoridades iraquíes: la ejecución era inminente.
Saddam Hussein subió al cadalso vestido de negro, con un ejemplar del Corán en las manos y ante un gran número de testigos, todos ellos iraquíes y autorizados por Estados Unidos, que habían transformado la íntima ceremonia de ejecución en una kermese de la muerte que mezclaba cánticos, vítores e insultos. El neurólogo Rubaie reveló días después, cuando ya tenía en su casa la soga que había ahorcado a Saddam, que el dictador en derrota le había hablado mientras le colocaban la soga al cuello. “Me dijo: ‘No tengas miedo’. Tuve una breve conversación con él”. Rubaie no dio más detalles. Sí dijo que Hussein le pidió que entregaran su edición del Corán a una persona, pero no reveló su nombre.
El condenado, en apariencia sereno, habló con sus verdugos y se negó a que le colocaran una capucha negra, al contrario de la media docena de personas que abarrotaban el cadalso, todas encapuchadas. Solo aceptó un pañuelo negro, alrededor del cuello donde ajustaron el nudo.
Después intentó decir una plegaria, pero apenas si llegó a pronunciar el nombre de Mahoma, cuando el verdugo accionó la palanca y la trampa se abrió bajo sus pies.
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