Un ambiente agradable recibe a los visitantes. La alegría se despliega en su máximo esplendor. Se disparan las emociones, y hay un fulgor de sonrisas. Toda la familia cabe y disfruta allí. En realidad, Villa Navidad es un parque familiar donde los visitantes sacan a ese niño travieso que llevan por dentro. Y los chiquillos juegan sin parar, se revuelcan en el “Bosque de la Nieve” (también llamado “Polo Norte”), y cometen sus travesuras con alegre impunidad.
Todo está allí permitido: jugar y cantar, bailar, romper la timidez, gozar a todo volumen. Nadie sale igual: el visitante sufre un cambio personal que, por poco extraño, resulta siempre necesario. Ocurre como por arte de niños: los adultos recuperan su cándida infancia.
La gente se viste de alegría, pierde la vergüenza y labra otros senderos…, descubriendo que las demás personas son como un espejo humano: en ellas se ve lo que no somos, o lo que no quisimos ser, o lo que pudimos haber sido. A este descubrimiento se le llama conciencia: un despertar, un chispazo, un relumbrón que estremece la vida. Y ya nada sigue igual…
Hay golosinas y dulces, canciones, algodones por montón, juguetes y muchas sonrisas… Hay casitas que recrean sueños de campo. Hay una barbería con toque moderno. Tenderetes para nenes. Desde luego, hay arbolitos grandes y chicos, luces y decoraciones brillantes.
En cualquier parte se toman fotos; la gente hace filas y aprovecha un vistoso arbolito navideño. Posa en rincones, tarimas y casetas. Los flashes no cesan: se encienden a cada instante, arrojando chispazos y momentos rutilantes, que quedan para la historia de la felicidad.
El Bosque de la Nieve es un espacio mágico. Por fin aparece a la vista, luego de una larga y aburrida ringlera. Los habilidosos se meten delante, retrasando a las irritadas familias que están en cola. Ese bosque es un imán poderoso y llamativo: todos quieren ver la nieve artificial que “cae” e inunda el espacio. Los nenes se lanzan al suelo, nadan enloquecidos en un mar de nieve; el frenesí alcanza su clímax, hay fotos sin cesar. Los chicos terminan exhaustos, con la cabeza blanca y alborotada. La espera ha valido la pena.
La experiencia se disfruta al máximo. Hay un 2025 gigante y brillante; se arriman y sacan fotos a su lado. Las redes sociales se dan vida con todo este jolgorio. Hay figuras navideñas importadas: pingüinos, adornos y personajes como El Grinch, la Barbie y el sheriff Woody. Estos últimos forman un gran coro: subidos a la tarima, entran en acción uno a uno. La animadora y dos bailadores, que están vestidos de soldados, completan el singular elenco.
Arranca el show. Bailan a toda máquina. Hacen una dinámica muy divertida y el público se desborda con gran euforia. La competencia consiste en entrarse una vejiga por debajo del poloché y bailar con agitación hasta que se baje y se caiga. Uno de los participantes hace trampa: se pone el objeto en lo más bajo y lo empuja para que se salga. El artilugio queda al descubierto y el tipo recibe abucheos, pero sigue compitiendo. Al final, gana una joven.
Los pequeñitos saltan en hombros de sus padres o tutores. Están locos por salir corriendo y subirse a la tarima. Algunos tienen suerte: son llamados al frente, a subir a la tarima, y tienen que bailar y recibir grandes aplausos. Dan lo mejor de ellos. En ese momento despliegan su talento artístico y hacen pensar en bailarines de gala, profesionales y espectaculares, que algún día tengan quizá una muchedumbre a sus pies.
El diablillo de hoy puede ser una estrella de mañana. Villa Navidad es un fabuloso espacio para descubrir talentos y destapar a los artistas escondidos que hay en los niños. El arte de mañana comenzó ayer. Nunca es tarde para sacar al niño travieso que hay cada pecho. La familia tiene allí un santuario. Hay que aprovecharlo.