Se dice mucho eso de que “las redes sociales han llegado para quedarse” y, aunque hemos demostrado muchas veces nuestra incapacidad por adivinar el futuro, es comprensible que mucha gente lo piense. En un puñado de años, el concepto de “red social” ha pasado de ser un oscuro término académico a convertirse en el motor tecnológico de algunas de las empresas más grandes jamás creadas.
Más a más, en los últimos años se ha llegado a escribir que las redes sociales son una enorme amenaza no sólo para las sociedades democráticas, sino para las personas en particular. Ese quizás ha sido el punto más débil de los detractores de la nueva Internet: los recurrentes malos augurios estaban lejos de verse apuntalados por la evidencia disponible. Hasta ahora.
Un cambio enorme del que sabemos muy poco
Es cierto que los estudios previos eran muy malos. Tantos los que estaban en contra de las redes sociales e Internet, como los que estaban a favor. En el primer grupo, el ejemplo paradigmático es el estudio de Shapiro en 1999. Su trabajo concluía que internet erosionaba las relaciones sociales, pero lo hacía sobre unas bases metodológicas realmente endebles y una población (estudiantes norteamericanos a punto de ir a la Universidad) que tendrían problemas para mantener su tejido social previo.
En el lado de los estudios a favor, los trabajos no son mejores. Nos encontramos con experimentos que basan todo su argumento en tres o cuatro de tareas sencillas durante una hora de ordenador o análisis que se basaban por completo pedir a jóvenes estudiantes que no usaran las redes sociales y usar los autoinformes que proporcionaban.
Es decir, nos encontramos ante uno de los fenómenos sociales más radicalmente nuevos de la historia reciente y todo lo que tenemos es un puñado de estudios sin ninguna validez ecológica. O lo que es lo mismo, estudios que no podemos extrapolar a contextos reales.
Ahora el Journal of Social and Clinical Psychology ha adelantado un paper de su número de diciembre en el que un equipo de investigación de la Universidad de Pensilvania ha aportado, quizá por primera vez, evidencia experimental de que Facebook, Snapchat e Instagram pueden erosionar el bienestar psicológico.
Solo 10 minutos
Los investigadores de la Universidad de Pensilvania se dieron cuenta de que necesitaban un sistema con el que medir el uso real de las redes sociales, algo que los estudiantes no pudieran ‘alterar’ de forma sencilla. Así que decidieron medir el uso de las plataformas más usadas entre un grupo de estudiantes utilizando la monitorización que hace la batería del móvil sobre el consumo por aplicaciones.
Dividieron a los participantes en dos grandes grupos: uno de ellos hizo vida normal; el otro limitó su tiempo a diez minutos diarios por plataforma. Regularmente, los estudiantes tenían que mandar capturas del consumo de energía a los investigadores. Para acabar, durante tres semanas, examinaron siete medidas que incluían depresión, ansiedad o soledad.
Las conclusiones son interesantes, aunque no del todo sorprendentes. Según los autores, “usar redes sociales menos de lo normal, lleva a una disminución significativa tanto de la depresión como de la soledad. El efecto es particularmente pronunciado para las personas”.
¿Dejamos las redes sociales?
Los investigadores hacen mucho hincapié en el hecho de que los resultados no sugieren que los jóvenes tengan que dejar de usar las redes sociales por completo. Parte de la motivación de los investigadores está en la convicción de que la abstinencia total es un objetivo poco realista.
Y parece una intuición correcta. Como señalan, “es paradójico que reducir el uso de redes sociales en realidad nos haga sentir menos solos”. Pero eso solo señala que nuestra relación con las redes sociales (y su diseño) es más complejo de los esperable: de algún modo, consiguen incentivar comportamientos que nos hacen mal.
Si están en lo cierto, ese es el cogollo conductual del asunto: por qué usamos herramientas que nos hacen sentir más solos y deprimidos. Pero es algo que no pueden resolver fácilmente con un estudio tan pequeño. Señalan algunos estudios sobre el efecto que compararnos con otros tienen en nuestro estado de ánimo. Pero es insuficiente.
Por eso, a falta de seguir investigando, los investigadores subrayan dos conclusiones claras: la primera es que parece sensato reducir la oportunidad de comparación social. Y la segunda es que estas herramientas que “están aquí para quedarse” y, por eso mismo, deberíamos averiguar cómo usarlas.