Guatemala, EFE.- Un proyecto educativo guatemalteco, con metodología propia e inspirado en la justicia social, apoya cada día a 74 familias en sus humildes hogares con ayuda humanitaria y seguimiento escolar, para que puedan sobrepasar la pandemia originada por el coronavirus.
Son 369 alumnos que estudian y se desarrollan en la Asociación Los Patojos, fundada en 2006 pero nacida como escuela en 2015 de la mano del educador guatemalteco Juan Pablo Romero Fuentes, nominado en 2014 al premio Héroes de la cadena de televisión CNN.
Los Patojos, como se les dice popularmente en Guatemala a los niños y adolescentes, surgió en el garaje de la casa de los papás de Juan Pablo Romero, quien había renunciado a las clases que daba en un instituto donde le intentaron imponer la religión de por medio.
Debido a ello, Romero decidió continuar con el curso de forma personal y a las semanas sumaba decenas de niños y jóvenes que llegaban a aprender y tener un espacio diferente.
El diálogo con niños y la alimentación que les ofreció de su propio bolsillo fue un caldo de cultivo para su proyecto, que ahora cuenta con donaciones esencialmente procedentes de Canadá y que busca proteger a su comunidad, crear identidad y dar una alternativa de vida a los estudiantes, incluso en tiempos de coronavirus.
PATOJOS A DISTANCIA
El proyecto Los Patojos está ubicado en el pueblo de Jocotenango, unos 40 kilómetros de distancia de la capital guatemalteca y contiguo a la colonial ciudad de Antigua Guatemala, uno de los principales puntos turísticos en el mapa del país centroamericano.
La pandemia detuvo todo. Fue un golpe duro para el director educativo del proyecto, Sergio Sul, de 31 años, quien extraña las clases de la lengua kaqchikel presenciales que les daba a los alumnos de primaria con dinámicas de baile, música y mucho ingenio.
La escuela recibe gratuitamente a 369 alumnos de preprimaria (preescolar), primaria, básicos (secundaria) y bachillerato de Jocotenango y sus alrededores, en su mayoría, alumnos que provienen de familias con escasos recursos y en contextos de violencia.
Seguir el ritmo escolar en las condiciones establecidas por la pandemia es un reto más, especialmente cuando ahora los estudiantes intentan llevar las clases a la distancia, aún cuando muchos padres y madres no cuentan con servicio de internet o tienen recursos muy limitados.
Es el caso de Vilma García, de 41 años, madre de dos niños y vecina de Jocotenango. Sentados en bancos de plástico a un costado de la cama de su humilde hogar, los hijos de Vilma trabajan sobre una mesa de madera las tareas que envía su maestra en un grupo de chat para no perder el hilo.
Mientras Vilma le pregunta sobre algunas tareas a Yahir Carlitos, de 8 años, Bryan los graba con el móvil para enviar la constancia a la profesora vía WhatsApp.
Vendedora ambulante de chicles y dulces frente al Hospital Nacional de Antigua, a escasos metros de su casa, Vilma no ha podido salir a trabajar desde mediados de marzo, cuando el Gobierno impuso restricciones a la población para evitar la proliferación de contagios en el país, que hasta la última actualización del martes ha sumado 763 casos de COVID-19 y 19 fallecidos.
“Lo que más me afecta que los niños no puedan ir a la escuela ahorita, porque van a estudiar, les ayudan a hacer las tareas, les dan de comer y de cenar. Ahora nos hemos ubicado nosotros en la casa y no podemos hacer nada más que pedirle a Dios y darle muchas gracias a las personas de Los Patojos”, cuenta Vilma a Efe.
PAQUETES DE ALIMENTOS
Los Patojos, además de dar seguimiento a la educación alternativa, con libertad de cátedra y muchas veces basada en los intereses de los niños, también ha llevado más de 90 cajas con alimentos (harina, cereal, huevos, azúcar, frijol, arroz y más) y mascarillas, papel de baño y jabón a las 74 familias que integran su comunidad estudiantil.
En la ladera de una montaña que deja ver Jocotenango, en la aldea Vista Hermosa, vive Sorica Barrientos, otra mujer que se quedó sin trabajo a causa del virus al no poder ir a lavar ropa ni limpiar casas en plena cuarentena.
Sorica vive con sus dos hijos, su esposo y su mascota Lassie, una pastora alemán que no deja de ladrar ante la visita de Los Patojos esta semana, específicamente cuando Mynor Alquijay, uno de los exalumnos y que ahora integra al equipo de servidores comunitarios del proyecto, entregó a la familia un “paquete digno” de comida y productos de limpieza.
CASOS SIMILARES
A Mariana García le ha costado salir adelante, pues desde hace un par de años que su esposo no cuenta con un ingreso regular. Tiene 19 años, es ama de casa y admite que le es muy difícil seguir el ritmo de las tareas de sus hijos. No las entiende. Pide apoyo a sus hermanos y así consigue seguir el hilo de algunos ejercicios.
Sus hijos, Estefanía y Levi, de 11 y cinco años, “extrañan su rutina, ir a la escuela. Se dedicaban a bailar con la maestra, a aprender”, describe Mariana.
A pocos kilómetros, en la escuela de la fundación, con la ausencia de los niños por el coronavirus, el maestro Sergio Sul lamenta la situación. “Que los niños no estén aquí nos significa mucha tristeza”, insiste, pues “sabemos que hay quienes son testigos de golpes, víctimas de maltrato. Este es su espacio seguro y esto nos ha causado preocupación e impotencia”.
Mientras tanto, “el patojismo”, como ha definido Juan Pablo Romero a la metodología y al movimiento que encabeza, evoluciona cada día. Es una lucha constante, una odisea diaria con el fin de que “los niños que tengan su día más feliz hoy y mañana también”, concluye el profesor, especialmente en un país donde la mitad de los infantes sufre de desnutrición.