Washington, EFE.- Mientras los manifestantes se ven empujados literalmente por los escudos de los agentes de seguridad, bajo el flotante aroma de los gases lacrimógenos, el presidente estadounidense, Donald Trump, avanza con paso seguro hasta la Iglesia Episcopal de Saint John, ubicada en una de las esquinas aledañas a la Casa Blanca.
Es el tercer de día de protestas frente la residencia del presidente de Estados Unidos, y faltan apenas unos minutos para que entre en vigor el toque de queda decretado por la alcaldesa de la capital del país, Muriel Bowser, para evitar que se repitan los disturbios y saqueos de la jornada anterior.
Poco antes, al término de un discurso televisado a la nación en el que el mandatario prometió mano dura y “el despliegue de miles y miles de soldados” para frenar la ola de protestas, anunció que iría a “presentar sus respetos a un lugar muy, muy especial”.
LA BIBLIA
Trump llega a la iglesia rodeado por un séquito de funcionarios y agentes de seguridad, y bajo el sonido repetitivo de los helicópteros que no dejan de sobrevolar el centro de Washington.
La Iglesia Episcopal de Saint John tiene una especial simbología, ya que en ella han rezado todos los presidentes de EE.UU. desde el siglo XIX.
Pocos conocen el objetivo de Trump, algo que solo es desvelado al término de su caminata: hacerse una foto con una Biblia en el templo.
Trump cumple la meta y posa con rostro serio ante las cámaras a la vez que alza el libro religioso con la mano derecha, ante el asombro de la propia encargada de la iglesia, Mariann Budde, que más tarde señala al diario Washington Post su “indignación”.
“Estoy perpleja. Necesitamos liderazgo moral y el presidente ha hecho todo para dividirnos y acaba de usar uno de los símbolos más sagrados de la tradición judeocristana”, explica Budde, que pasó la jornada entregando botellas de agua a los manifestantes y llamando a la protesta pacífica.
Al otro lado, los protestantes retroceden ante el estruendo de los lanzamientos al aire de pelotas de goma y las cargas de la policía.
Tras unos momentos confusos de carreras, y gritos cruzados, la línea frontal de los agentes de seguridad queda instalada un centenar de metros más adelante.
LA PIEDRA
Estratégicamente ubicado entre las flores de un jardín, y sin obras cerca, un adoquín llamaba la atención.
En una de las nuevas cargas, más de intimidación que peligrosas, uno de los manifestantes, tapado con un pañuelo y un mascarilla, se arrodilla para agarrarlo.
Intuyendo la intención del compañero, otro de los protestantes, igualmente enmascarado, le arrebata el proyectil y lo deja caer con disimulo al asfalto.
El primero trata de recuperarlo. Sin éxito. Otro de los manifestantes lo ha lanzado a una alcantarilla, y trata de introducirlo y deshacerse del adoquín de una vez.
Pero es demasiado grande, un rectángulo macizo, y pese a que lo golpea con el pie, el adoquín se niega desaparecer.
La línea de policía está apenas a diez metros, equipados con su cascos y armadura de protección. Algunos llevan escopetas para disparar las balas de gomas.
“Ustedes son la amenaza”, les gritan los manifestantes, con las manos arriba.
El adoquín permanece en el mismo lugar, y la línea de seguridad lo deja atrás sin prestarle atención.
Mañana ambos bandos, volverán a la casilla de inicio.
El adoquín no se moverá hasta entonces.