El intenso despliegue policial no impidió que miles de chalecos amarillos volvieran a salir el sábado a las calles de París y de otras ciudades francesas para expresar su “hartazgo” ante un gobierno que, afirman, está “desconectado” de un “pueblo” que no hace más que ver cómo se degrada su nivel de vida. Aun así, el fuerte dispositivo de seguridad, con decenas de miles de agentes que no dudaron en usar gas lacrimógeno y realizar cientos de detenciones preventivas, evitó que se cumplieran los peores presagios: pese a numerosos incidentes y actos vandálicos, la capital no se convirtió en un nuevo campo de batalla, como hace una semana, y el Gobierno renovó su llamamiento al diálogo.
El saldo de la nueva jornada de protestas era, al caer la noche, de 125.000 manifestantes en toda Francia, de ellas 10.000 en París, anunció el ministro del Interior, Christophe Castaner. El responsable de la seguridad también se felicitó por un dispositivo policial que resultó en 1.723 personas detenidas en todo el país, de las cuales 1.220 fueron puestas bajo custodia en comisaría, según el último balance de la noche de Interior. La cifra de heridos llegó a los 264, 39 de ellos fuerzas del orden, aunque ninguno de gravedad.
“Estamos aquí para que nos oigan, la violencia no va a resolver nada, pero tienen que comprender que estamos hartos”, decía en los Campos Elíseos Angélique, una desempleada bretona. “Claro que no es una buena idea venir aquí hoy, porque ayuda a los alborotadores. Pero quedarse en casa ayuda a Macron”, resumía Marc, venido de la periferia de París y para quien el Gobierno está “ahogando al pueblo”. El problema de una Francia que “no llega a fin de mes” viene de lejos, reconocía, pero el presidente Emmanuel Macron “ha hecho reformas demasiado rápido” y sin tener en cuenta a un pueblo “que parece que no está a su altura”.
La tensión marcó una jornada en la que todos se jugaban mucho. Los chalecos amarillos debían demostrar que, tras cuatro semanas de protesta, siguen contando con fuerza para presionar al Gobierno de Emmanuel Macron, quien ya ha dado marcha atrás a su intención de aumentar el precio del combustible, detonante de la protesta, pero al que reclaman más gestos, tanto fiscales como políticos. El “acto IV” fue menos concurrido que el del sábado pasado, pero visible en todo el país.
Las autoridades por su parte estaban obligadas a combinar el derecho a manifestarse, aunque muchas marchas no estuvieran autorizadas, con el imperativo de impedir un nuevo armagedón que les pusiera en evidencia. El despliegue de fuerza daba medida del reto: 89.000 agentes en todo el país, de ellos 8.000 en París, donde también rodaron una docena de vehículos blindados de la gendarmería y fueron retirados 2.000 elementos de mobiliario urbano suscetpibles de convertirse en armas o barricadas. También el alto número de detenciones, en su mayoría preventivas, mostraba la presión.
La mano dura no fue disuasión suficiente para los chalecos amarillos que viajaron desde todos los puntos de Francia hasta París. Como Antoine, un joven de Bergerac, en el centro, o Donat, de Alta Saboya, en la frontera con Suiza. Ambos coincidieron mientras avanzaban por un París barricado y donde habían cerrado museos, monumentos como la Torre Eiffel y teatros. Además del chaleco amarillo que portaban, les unía un sentimiento común: el ras le bol, el hartazgo, contra un gobierno y un presidente que, afirman, sigue sin escucharlos y “nos toma por idiotas”.
Lo que comenzó como una protesta organizada en las redes sociales en contra del alza prevista para enero del precio del carburante, se ha convertido en un movimiento nacional cuya lista de reclamaciones no para de crecer. El anuncio de que se suspenderá en 2019 la subida del carburante no aplacó los ánimos. Tampoco el encuentro, el viernes, del primer ministro, Édouard Philippe, con un grupo de “representantes” de los chalecos amarillos. Aun así, el jefe de Gobierno afirmó el sábado que “el tiempo del diálogo ha comenzado y debe continuar”.
El problema, reconocen los mismos chalecos, es que nadie parece ponerse de acuerdo sobre quién representa a un movimiento tan diverso y disperso geográfica y políticamente. En París marcharon personas de izquierdas como Marc, que votó a Macron para impedir que llegara al poder la ultraderechista Marine Le Pen, o Muriel, que reconocía abiertamente que votó y a la líder del ex Frente Nacional. “El pueblo es el representante. Macron conoce nuestras reivindicaciones: que bajen los impuestos, que paguen más los ricos y no los jubilados”, afirmaba esta jubilada de Val d’Oise, en las afueras de París. El anuncio de que el presidente volverá a hablar a comienzos de semana tampoco servía este sábado para calmar los ánimos. Angélique, la parada, lo tenía claro: “Macron va a tener que ser muy creíble, porque si no, volveremos otra vez a París, las veces que haga falta”. El país se encaminará, entonces, hacia un “acto V”.