Sao Paulo, 21 ago (EFE).- Son ya casi seis meses bajo una enorme presión emocional. Los profesionales sanitarios de Brasil se sienten agotados, exhaustos, después de medio año de batalla contra el coronavirus. Cerca 260.000 se han contagiado y al menos 226 han dado su vida por esta crisis.
La pandemia también les ha pasado factura a ellos, especialmente en el aspecto psicológico. Por sus ojos han visto pasar a muchos de los 112.000 fallecidos y tratado a los más de 3,5 millones de infectados que deja hasta el momento la COVID-19 en el país.
Brasil, con 210 millones de habitantes, sigue como la segunda nación más golpeada del mundo por la pandemia en número totales, solo superada por Estados Unidos.
“Estamos en una fase en la que estamos bien cansados, agotados física y emocionalmente, como la mayoría de la población”, confiesa a Efe la fisioterapeuta Graziela Domingues, quien trabaja en el Hospital Emílio Ribas, en Sao Paulo, referencia en Brasil en el tratamiento de enfermedades infecciosas.
Pese a las últimas señales de estabilización que ya sitúan la tasa de contagio por debajo de uno, el personal médico mantiene la cautela y aguarda con esperanza la llegada de la vacuna, que incluso ya están probando en su propia piel por medio de ensayos clínicos.
Aunque hay heridas que tardarán en cicatrizar, como la ansiedad de los primeros días de enfrentar un virus desconocido, el desespero de las familias en busca de información y el profundo vacío que ha dejado la pérdida de colegas con los que trabajaban codo con codo.
LOS QUE PERDIERON LA VIDA
A María Aparecida Duarte todos la conocían como “Cidinha”. Llevaba quince años en la línea de frente como auxiliar de enfermería en un ambulatorio del municipio de Carapicuíba, en la zona metropolitana de Sao Paulo.
Tenía 63 años, era hipertensa, diabética y también “la espina dorsal de la familia”, recuerda su hija Andreza Reina.
A mediados de abril, cuando el país comenzaba a reportar entre 1.000 y 3.000 casos diarios de coronavirus, comenzó a sentirse mal.
Fueron a atención primaria y le diagnosticaron una gripe. Estuvo dos semanas de baja, pero luego se reincorporó, pese a ser grupo de riesgo, por miedo a ser despedida, según narra Andreza.
Le tocó cubrir una guardia y a partir de ahí comenzó a empeorar. Pasados unos días ya no conseguía levantarse de la cama. Ingresó en un hospital, pero su cuadro de salud se agravó rápidamente y fue trasladada a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
“En ese periodo ya no conseguía hablar, ni abrir los ojos”, señala su hija. La última vez que vio a su madre fue en la sala de observación, mientras preparaban la cama de terapia intensiva.
“Sujeté su mano y le dije que no me iba a ir de allí. Mi madre aseguró la mía y fue como si estuviera despidiéndose”, completa.
Poco después, con su madre aún en la UCI, Andreza, de 34 años, y su hermano, Alexandre Silva, de 39, ingresaron en otra clínica, también con COVID-19.
“Dos días después de yo salir, mi madre falleció y mi hermano aún continuaba en el hospital”, rememora Andreza, quien afirma estar bajo tratamiento psiquiátrico porque aún no acepta la pérdida de su madre.
Para ella y su familia hubo una “negligencia” por parte de las autoridades. Aseguran que “Cidinha” llegó a trabajar con una mascarilla de tejido que ella misma encomendó. “Pusieron a mi mamá en primera línea y no le dieron equipamientos. Es como si fuera al Ejército y no le dieran armaduras”, critica.
Su demanda, desgraciadamente, se repitió en otros hospitales del país desde que el pasado 26 de febrero el Ministerio de Salud informase del primer caso en el país.
“Brasil tuvo serias dificultades en los primeros 45-60 días” de pandemia para “suministrar, de forma general” los equipamientos de protección a los profesionales, explica a Efe el doctor Walkirio Almeida, coordinador del comité de crisis de COVID-19 del Consejo Federal de Enfermería (Cofen).
En las cuatro primeras semanas de emergencia, la entidad llegó a recibir, según Almeida, unas 1.000 denuncias por semana de enfermeros que alertaban de que no estaban teniendo acceso a esos equipamientos.
Después de casi seis meses, las cifras entre los profesionales de la salud de Brasil asustan: 257.156 positivos, de los que casi la mitad han sido auxiliares de enfermería y enfermeros, y al menos 226 fallecidos, según los últimos datos del Ministerio de Salud, de mediados de agosto.
A ESPERANZA DE LA VACUNA
Graziela Domingues, supervisora del área rehabilitación del Emílio Ribas, fundamental en la línea de frente, pues ayudan a los pacientes “a volver a respirar” tras pasar por un proceso de intubación, no lo dudó ni un minuto cuando surgió la oportunidad de participar en los ensayos de la vacuna elaborada por el laboratorio chino Sinovac Biotech.
Iván también se apuntó. Los dos acaban de recibir la segunda dosis de la llamada CoronaVac, una de las cuatro vacunas que se están experimentando en Brasil.
“Estoy bastante optimista y creo que va a funcionar”, dice Graziela.
“La vacuna es el camino para tener inmunidad y conseguir contener una pandemia como ésta”, asegura Iván.
Esa parece ser la solución para poner fin a esta tragedia sin precedentes en Brasil. Mientras, la sociedad intenta pasar página.
Los casos entre los jóvenes empiezan a dispararse y la estabilización de la enfermedad no logra ser homogénea territorialmente en un país de dimensiones continentales, que además cuenta con un presidente, Jair Bolsonaro, escéptico sobre el alcance de la dolencia.
El aislamiento ha caído a mínimos, a pesar de que las cifras son aún preocupantes: en las últimas 24 horas el país registró 1.204 muertes asociadas al virus.