Esperanza Ruiz no ha podido ver a su pareja –y padre de su hijo– en 12 meses. El compañero de vida de Esperanza es una de las casi 37.000 personas privadas de libertad en el sistema penitenciario de El Salvador, país que no permite las visitas de familiares desde que se desató la pandemia de covid-19 en marzo de 2020.
“Mi última visita fue el 16 de febrero de 2020”, dice Esperanza, de 23 años de edad y residente en La Unión, una ciudad en el oriente del país.
Desde entonces, nada. Esperanza sabe que a su esposo lo han trasladado dos veces: de la cárcel de La Unión a la de Jucuapa; y de la de Jucuapa, a otra ubicada en Santa Ana. Pero ni siquiera le han permitido conversar por teléfono.
El Gobierno de El Salvador se jacta de ser uno de los que mejor ha gestionado la crisis en el continente americano, y sus cifras oficiales de contagios y muertes por cada 100.000 habitantes son en efecto de las más bajas, pero eso no ha impedido que en las cárceles sigan vigentes medidas que atentan contra los derechos de los privados de libertad y sus familias.
Dice Esperanza Ruiz: “A Moisés –su esposo– se le murió el papá el 5 de diciembre, pero él ni lo sabe aún, porque no me han dejado ni llamarle por teléfono”.
Las organizaciones creen que se ha aprovechado la coyuntura para acentuar violaciones de derechos humanos en las cárceles
“Ese tipo de historias las encontramos mucho, pero mucho”, dice Wendy Morales, directora de Azul Originario (AZO), la oenegé que más se ha involucrado en este tema. En octubre, presentaron una investigación que tiene a la base más de 700 cuestionarios y entrevistas a familiares de privados de libertad durante la pandemia.
Morales cree que la Dirección General de Centros Penales (DGCP) de El Salvador ha aprovechado la coyuntura para acentuar violaciones de derechos humanos en las cárceles que se venían dando desde antes.
“El gobierno está castigando y criminalizando a las familias, y todo para validar el discurso de que los homicidios han bajado en El Salvador porque no hay comunicación desde los centros penales”, dice Morales.
Desde lo institucional, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) también califica como violación de derechos la prohibición generalizada de visitas y llamadas telefónicas desde hace casi un año.
En El Salvador, el artículo 194 de la Constitución asigna a la PDDH la función de “vigilar la situación de las personas privadas de su libertad”.
La DGCP cree estar haciendo lo correcto
Para conocer la versión oficial, RT solicitó una entrevista formal con la DGCP, solicitud que fue ignorada. Sin embargo, uno de los médicos de la institución accedió a conversar por teléfono bajo condición de ser identificado como “doctor de la DGCP”.
“Hemos logrado mantener a raya el covid-19 en los centros penitenciarios”, dice. Este doctor está consciente de que prohibir las visitas a los familiares durante casi un año viola derechos, pero lo justifica como una medida que ha contribuido a salvar vidas.
Desde el inicio de la pandemia, 150 privados de libertad y 23 empleados de la DGCP se han contagiado y dos internos fallecieron
“¿Por qué se cerraron los centros penitenciarios? Sencillo: porque estamos en pro de salvaguardar la vida. Conocemos la enfermedad y sabemos que no tenemos la capacidad instalada para resolver un contagio masivo en nuestra población privada de libertad”, dice.
Hasta el 31 de enero, oficialmente, 150 privados de libertad y 23 empleados de la DGCP habían sido contagiados, contagios confirmados con prueba PCR. Dos internos fallecieron.
Centros Penales cree estar haciendo lo correcto prohibiendo las visitas a familiares, pero esa creencia no convence a los familiares.
Yanci López tiene a su pareja cumpliendo condena en el Centro de Detención Menor La Esperanza, una de las cárceles ubicadas en el área metropolitana de San Salvador, la capital.
Desde que se desató la pandemia, Yanci no ha podido visitarlo. La última vez que platicó por teléfono fue el 23 de octubre. “Y fue porque presenté una solicitud formal a Centros Penales”, dice.
A Yanci no le cuadra que Centros Penales permita a grupos de privados de libertad salir cada día de las cárceles a hacer trabajos comunitarios, pero las familias no pueden visitarlos en los penales: “Todo el mundo está viendo cómo salen a trabajar con el Plan Cero Ocio, y fácilmente podrían poner protocolos para las visitas”.
PDDH: “Nos niegan el ingreso”
Desde la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, Beatriz Campos, la procuradora adjunta que supervisa la situación de los privados de libertad, confirmó a RT que también han prohibido al personal de la PDDH ingresar en las cárceles.
“El mismo Ministerio de Salud nos capacitó para el uso de trajes de bioseguridad, pero Centros Penales nos están denegando el ingreso”, dice.
Esa negativa viola el artículo 40 de la Ley de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, que reza así: “El procurador o sus delegados tendrán libre e inmediato acceso a los centros penitenciarios, cárceles o cualquier lugar público donde se presuma que se encuentra una persona privada de su libertad”.
“Para la población en general, los privados de libertad son prácticamente no-personas”
La procuradora adjunta Campos reitera que prohibir las visitas durante casi un año, como ha hecho el gobierno salvadoreño, viola los derechos humanos tanto de los internos como de sus familias, y advierte de que no comunicarse “con las familias supone un daño psicológico”.
Ante la negativa de la DGCP a permitir el ingreso de su personal en las cárceles, la PDDH ha enviado ya dos resoluciones a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Una sociedad cómplice
Al 25 de enero de 2021, el sistema penitenciario de El Salvador albergaba a 36.805 privados de la libertad. En un país de menos de 7 millones de habitantes, esa cifra representa una de las tasas de población reclusa más altas del mundo, superada sólo por Estados Unidos.
Pese a que la prohibición de las visitas vigente viola los derechos de docenas de miles de personas –privados de libertad y familiares–, es un tema del que apenas se habla en la sociedad salvadoreña. Ni siquiera en estos días, que el país está en plena campaña electoral para las elecciones legislativas y municipales.
“Para la población en general, los privados de libertad son prácticamente no-personas”, dice la procuradora adjunta Campos.
En su humildad, Esperanza Ruiz, la salvadoreña que no ha podido hablar con el padre de su hijo desde el 16 de febrero de 2020, apela a que el presidente de la República, Nayib Bukele, revoque la medida.
El hijo de Esperanza, Didier Moisés, nació el 5 de noviembre de 2019, menos de tres meses después de que naciera Layla Bukele, la única hija del presidente. Por las medidas adoptadas por el gobierno, Didier Moisés ya camina y no conoce a su padre, privado de libertad.
“Yo imagino que todo esto viene del presidente, y creo que a él no le gustaría que le privaran de ver más de un año a su hija o a su esposa”, dice Esperanza. “Es algo que no se puede hacer”, remata.