Honduras y El Salvador recordarán mañana, domingo, 50 años de una guerra absurda por un centenario contencioso limítrofe y migratorio, que no solo distanció a los dos países durante más de dos lustros sino que también frenó lo que entonces era el Mercado Común Centroamericano (Mercomun).
La guerra, que comenzó el 14 de junio de 1969 y duró 100 horas, profundizó la situación de pobreza de los dos países, principalmente en los pueblos fronterizos, en donde hubo más muertos, que en su mayoría fueron civiles hondureños.
Según diversas fuentes, la guerra pudo dejar entre 5.000 y 6.000 muertos, de los que centenares, entre hondureños y salvadoreños, civiles y militares, fueron enterrados en fosas comunes, como ocurrió en un cementerio de la ciudad de Ocotepeque, departamento del mismo nombre, limítrofe con El Salvador y Guatemala.
“Desde el punto de vista humano fue una guerra absurda; desde el punto de vista político aparentaba dar algunas ventajas a los gobernantes de los dos países y, desde el punto de vista social, fue extraordinariamente trágica”, dijo a Efe el analista hondureño Manuel Torres.
Desde la perspectiva económica, agregó Torres, la guerra “fue un mal proyecto para los sectores empresariales y de las oligarquías que lo habían impulsado”.
Aunque la guerra no fue por fútbol, como erróneamente trascendió al mundo, “el fútbol jugó un elemento catalizador y le permitió a quienes estaban desde el poder estimular una ola de patriotismo, de nacionalismo, que permitió que los movimientos sociales que estaban muy beligerantes en ambos países, arriaran sus banderas reivindicativas”, agregó.
En opinión de Torres, de padre salvadoreño y madre hondureña, la guerra fue una conspiración en la que ambos países jugaron su propio papel, que se fue gestando silenciosamente como una tensión que se va acumulando pero qué, en lugar de ser desactivada, se estimula.
En el caso de Honduras, las primeras manifestaciones que se pueden ligar al desenlace de la guerra datan de uno o dos años atrás (1967 y 1968), asociadas al tema agrario, con miles de salvadoreños que se dedicaban a la agricultura en tierras hondureñas.
En el caso de El Salvador, el problema político e ideológico era mayor que en Honduras y amenazaba los intereses de poder en ese país que, con una extensión de 21.000 kilómetros cuadrados, en 1969 ya era muy poblado, con más de tres millones de habitantes, a los que su gobierno no podía atender las demandas nacionales.
Torres considera que, al final, aunque ambos países perdieron mucho, el más perjudicado fue El Salvador, comenzando por la perspectiva comercial, ya que Honduras era su proveedor básico de materias primas en un mercado casi cautivo.
Lamentablemente para las dos naciones centroamericanas más afines y cercanas por vínculos familiares, los políticos y los empresarios de uno y otro lado no hicieron lo necesario para evitar la guerra.
Los otros países de Centroamérica tampoco hicieron lo suficiente para evitar el enfrentamiento, a lo que sumaba el interés del entonces presidente de Nicaragua, Anastacio Somoza, quien según Torres, buscaba un conflicto entre hondureños y salvadoreños porque, política y comercialmente, le convenía.
Después de la guerra, recordó Torres, se conoció que EE.UU. favoreció más a El Salvador, que antes del conflicto se abasteció con armas norteamericanas, aunque Washington aparentaba desconocer lo que se avecinaba en los dos países centroamericanos.
“Era imposible que Estados Unidos no estuviera enterado de lo que se avecinaba, porque un par de meses antes del inicio de la guerra, el entonces gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, visitó Honduras y El Salvador, aunque en las declaraciones oficiales en los dos países, ninguno de los participantes habló de la tensión” bilateral, subrayó Torres.
De la guerra se rescata el fin del contencioso limítrofe con el fallo de la Corte Internacional de Justicia, del 11 de septiembre de 1992, después de que los dos países no pudieron ponerse de acuerdo de manera bilateral.
El llamado Tratado General de Paz que habían suscrito en Lima, Perú, en 1980, fijó a Honduras y El Salvador un plazo de cinco años para que buscaran una salida al diferendo, que no encontraron.
El fallo internacional le confirmó a Honduras dos terceras partes de unos 400 kilómetros cuadrados que estuvieron en disputa, lo que en principio creo confusiones entre habitantes de poblados fronterizos: algunos que los salvadoreños defendían como suyos pasaron a ser hondureños o al revés.
Un ejemplo de eso se dio en el denominado bolsón de Nahuaterique, donde vivían unos 5.000 salvadoreños, de los que algunos no querían aceptar que el espacio pasó a ser de Honduras, aunque como parte de los acuerdos a los pobladores de ambos países se les concedió la doble nacionalidad.
A 50 años de la guerra, según el analista Torres, igual que en la década de 1960, una nueva conflagración bélica parecería imposible, y lo sería más ahora que antes.
Sin embargo, “mantener viva la conflictividad es útil porque el despertar del nacionalismo extremo siempre es una carta poderosa en manos de los gobernantes que crean alrededor de ellos movimientos nacionales que les convienen para soslayar las contradicciones de sus respectivos pueblos”.