Estaba harta del amor. Tenía que haber mejores formas de vivir. Todo lo que me habían enseñado y lo que yo creía, no se cumplía en lo más mínimo. Más allá de lo lindo que es estar enamorado, tarde o temprano todo termina en un mar de peleas, contradicciones, dualidades, tironeos, resignaciones, negociaciones… que nada tienen que ver con el amor.
Venía de un noviazgo hermoso, que durante tres años fue casi todo felicidad. Y resulta que cuando me faltaba un año para recibirme, habiéndome comprometido con mi novio y fijado fecha de casamiento, el diablo metió la cola.
Me enamoré perdidamente de uno de mis profesores de la facultad. Él tenía veinte años más que yo y tres hijos.
Durante un tiempo ambos reprimimos lo que estaba mal y no podía ser. ¿Cómo iba a engañar a mi novio, con quien estaba comprometida? ¿Cómo lo miraría a los ojos después de estar con otro hombre? ¿Cómo hacer sufrir a la esposa de ese profesor?
Toda la lista de cuestionamientos quedó sepultada por un tsunami de pasión. Yo, la correcta, la abanderada, la que no tenía fallos, estaba engañando a mi prometido, a la mujer de mi profesor, y a mí misma. ¿Podía salir algo bueno de ese amor prohibido? Por más que fantaseamos después del éxtasis, ambos sabíamos que sería muy difícil que pudiéramos ser felices si nuestra pareja surgía de tanta destrucción.
El tiempo siguió y la dualidad me estaba matando. Mi novio parecía no enterarse, como si viviera en Disney. ¿Sería la inmadurez propia de la edad, o simplemente estaba paralizado?
Aunque me recibí, con sofisticadas excusas pude posponer nuestro casamiento. ¿Cómo me iba a casar en ese estado?
La vida me estaba partiendo en dos como si me hubieran puesto en el potro de las torturas. Todo mi ser quería estar con mi amor. Y el deber me obligaba con mi prometido. ¿Cómo lo iba a abandonar? ¿Descartarlo como una botella de gaseosa? Por otro lado, mi amor prohibido sería una fuente de conflictos: tres hijos chicos, una segura ex mujer despechada, veinte años mayor… todo un rosario de calamidades en las que difícilmente surgiera la felicidad.
Fueron dos años de un proceso que, más allá de la dualidad y la culpa, conocí el paraíso. Paradójicamente, en la medida en que nos fuimos enamorando más, el sufrimiento se multiplicó y la felicidad se redujo. Y como en las adicciones, llegó un momento en el que todo era dolor.
Así las cosas tomé la drástica decisión de cortar con todo. Dejé a mi profesor y a mi prometido. Uno por indebido, y el otro porque yo ya lo había arruinado. Muerto el perro se acabó la rabia. Mejor empezar de cero, haciendo las cosas bien.
Qué ilusa.
Después de un tiempo, empecé a salir con un chico amoroso. Buena persona, capaz, trabajadora. No es que estaba muerta de amor por él, pero estábamos bien.
Cuando nuestra relación empezaba a afianzarse le ofrecieron un trabajo a 500 kilómetros de donde vivíamos. Era una oportunidad profesional, pero un destino que a mí me condenaba.
Decidimos que él lo aceptara y fuera solo, para después de un tiempo evaluar. Quizás el trabajo no era tan bueno, o quizás era espectacular y ameritaba que yo dejara mi vida por amor y por formar una familia. No había que apurarse.
Al principio las cosas iban bien. Él venía dos fines de semana y yo iba los otros dos. Con el tiempo todo se empezó a hacer cuesta arriba. Hacer 1000 kilómetros para estar 48 horas con él me empezó a resultar agotador. Y ni hablar de lo feo que era no poder compartir nada de lunes a viernes.
En esos tiempos no había video llamadas, ni siquiera celulares. Aunque tratábamos de hablar todos los días, esa llamada que pretendía ser un espacio nuestro, terminó siendo una obligación.
Lo empecé a notar más distante y a veces se hacía difícil hablar con él de noche. ¿Tendría una amante? ¿Novia? Él me decía que no, pero yo tenía mis dudas.
Por otra parte, a mí también me pasaban cosas. Me sentía sola, frustrada, y desperdiciando mi sensualidad que estaba más a flor de piel que nunca.
Para cuando teníamos que decidir si me mudaba o no, esa posibilidad era un salto al vacío. Los dos nos habíamos enfriado, y sin quererlo ni buscarlo, nuestra relación se había deshilachado. Ninguno se animaba a plantearlo porque siempre es difícil enfrentar los problemas. Y ni hablar de hacer sufrir a alguien.
Por suerte la realidad nos llevó puestos. Estando juntos un fin de semana y antes de volverme, las emociones irrumpieron y empecé a llorar sin parar. Él no entendía qué me pasaba, porque parecía mucho para una despedida de las habituales.
Era otro tipo de despedida. No pude tapar más lo que nos pasaba y le conté la verdad. Él comprendió perfectamente, y quizás hasta se haya sentido aliviado. Me acompañó hasta la estación de ómnibus, nos dimos un abrazo largo y nunca más nos vimos.
En el viaje de regreso me empezó a aparecer un pensamiento obsesivo. ¿Cómo logro un amor trascendente? ¿Algo que deje atrás los cansadores problemas humanos?
Después de horas con esa pregunta me acordé de Victoria, una monja de clausura a quien le comprábamos dulces caseros. Ella era la imagen de la paz y la alegría. Siempre de buen humor, serena, confiada.
¿Y si me hago monja de clausura para vivir en paz y alegría de una buena vez?
Recordé otras monjas de mi infancia, del colegio al que había ido. La mayoría parecían llenas de alegría. Mi religiosidad, que había fluctuado durante los últimos quince años, parecía ofrecerme una salida al laberinto en el que me encontraba.
En pocas semanas la decisión estaba tomada. Cuando se lo conté a mis padres pude ver su contradicción.
-¿Monja de clausura? Solo tienen dos horas semestrales para ver a familiares y amigos… ¿No habrá algo menos extremo?
No me entendían. Yo no quería jugar a medias. Necesitaba ir a fondo, tener una vida llena de paz y sentido. A grandes males, grandes remedios.
Seis meses después estaba en el convento iniciando mi camino. Yo era todo entusiasmo. Quería ser la mejor monja, la más perfecta, la más santa. Tardaría años en comprender que hay ciertos objetivos que es mejor no buscarlos, o al menos, no directamente. Hay cosas que cuanto más las buscamos, más se alejan. Nuestra espiritualidad es una de ellas. No nos volvemos buenos por nuestro deseo de serlos, sino siendo plenamente conscientes de nuestras oscuridades. Aquellos que quisieron convertir a la tierra en un paraíso la transformaron en un infierno.
A la directora le llevó poco tiempo darse cuenta de mi sensualidad.
-Menos mal que elegiste ser monja, querida, porque sino hubieras sido puta.
Yo me sentía orgullosa de mi decisión. Me llevó tiempo darme cuenta el disparate que significaban esas palabras, como también lo errado de mi anhelo.
Hice una excelente “carrera” como monja de clausura, llegando a ser la directora más joven del convento. Por entonces tenía cuarenta años y llevaba más de quince como religiosa.
Contrario a lo que podría esperarse, ser la directora terminó de confirmarme que había elegido el camino equivocado. Igual que Michael Corleone en el Padrino III que al confesarse con el cardenal que sería Papa, dice unas palabras terribles:
“Quería llegar bien arriba, convencido de que cuanto más arriba llegara, más luminoso sería todo… Y descubro, que cuanto más arriba llego, más torcido está todo…”
Como directora no solo podía ver las enormes miserias de mis compañeras, sino también las propias. Como en geografía, a grandes alturas, grandes abismos.
Desde entonces empezó a crecer en mí la idea de dejar los hábitos. No me animaba a hablarlo con nadie. Dentro del convento porque sería juzgada aunque no incomprendida. ¿Cómo podrían no entenderme mis compañeras si ellas también vivían un pequeño infierno? El problema sería que mi eventual partida las interpelaría volviendo improbable que me apoyaran, y más bien, todo lo contrario. Con terceros tampoco podía hablar, porque las interacciones que teníamos eran muy poquitas horas al año. Ni hablar de mi confesor, que por más que era un buen hombre, era parte del sistema y seguramente se resistiera a cualquier decisión que amenazara la maquinaria y a él mismo.
Me tomó quince años madurar la decisión y salir del convento. Ese fue el tiempo que necesité para vencer mis miedos, mis prejuicios, y tener la serena convicción de que así no quería seguir viviendo. Quince años. Muchas noches desvelada, llorando, días y meses y años angustiada, oscilando entre el qué dirán y mis propios miedos. También, peleando contra mi orgullo, porque irme del convento implicaba sincerar que mi decisión de convertirme en monja de clausura había sido un error. Que había perdido treinta años.
A mis 60 reviso mi vida y me doy cuenta que no fue un error. Fue mi búsqueda. Cuando decidí convertirme en monja me estaba escapando de mí misma. Tenía miedo de mí misma. Como todo ser humano, no quería sufrir, y el amor ya me venía mostrando que era algo complicado. ¿Pero convertirme en monja era la solución?
Hoy me queda claro que la ilusión de enamorarme de Jesús, quien no me podría ser infiel, ni pelear, ni abandonar, era mentirosamente fácil. Nunca podremos comparar un amor humano con uno divino. Pero los amores divinos quedan para Dios, si es que existe. Mientras tanto, en esta vida, tenemos que lidiar y disfrutar de los amores humanos, que son los que hay, los posibles.
De hecho, tres años después de dejar el convento me enamoré de un caballero divorciado, de 62. Tampoco es lo que hubiera imaginado para mi vida. Pero hoy disfruto de un amor real, imperfecto, pero no por eso menos valioso.
Observo mi vida y me veo reflejada en el cuento de las mil y una noches en donde el protagonista tiene que llegar a las antípodas de su hogar para comprender que ese tesoro que tanto buscaba, estaba enterrado en el jardín de su casa. Hoy sé que es imposible quedarnos en casa, abrir la puerta del jardín y ponernos a cavar para descubrir el tesoro que está ahí. Inevitablemente, necesitamos llegar hasta el lado opuesto del planeta tierra, lejísimos de todo, para recién ahí, con la experiencia de ese camino recorrido, darnos cuenta que por ahí no era, y que el tesoro estaba al alcance de la mano, en nuestro interior.