Raheem Sterling es muchas cosas: se podría decir que es el jugador inglés más destacado de su generación; un faro que guía a su club, el Manchester City, y a su selección nacional; una voz considerada y urgente en el tema del racismo, tanto en el fútbol como fuera de ese ámbito. No es, y no deberíamos esperar que sea, un experto en las complejidades de la política búlgara.
El 15 de octubre, pocas horas después de que Sterling y sus compañeros de la selección inglesa sufrieron un incesante abuso racial durante un partido contra Bulgaria, celebrado en Sofía, que era clasificatorio para la Eurocopa —un abuso tan intenso que el juego se detuvo, dos veces, para advertir al público que el partido podría terminar si continuaba el abuso; tan intenso que el capitán de Bulgaria, Ivelin Popov, les suplicó a sus propios aficionados que dejaran de hacerlo; tan intenso que varios de los miembros del personal multirracial de la selección de Inglaterra estaban visiblemente molestos; tan intenso que el resultado, una victoria de 6-0 para Inglaterra, no será nada más que una nota al pie—, Sterling tuiteó un mensaje de agradecimiento dirigido al primer ministro de Bulgaria, Boyko Borisov.
En la superficie, era fácil saber por qué: después de todo, Borisov había exigido la renuncia de Boris Mihaylov, el presidente del órgano rector del fútbol búlgaro, en castigo de una noche que había desatado la condena internacional en contra del país. En una posible violación a las reglas de la FIFA sobre la interferencia gubernamental, habría ordenado al ministerio del deporte que retuviera el financiamiento para las autoridades del fútbol búlgaro hasta que renunciara Mihaylov.
Sin duda alguna, esa acción rápida y decisiva es encomiable, como comprensiblemente lo pensó Sterling. La complicación es que Borisov —el líder de un partido de centroderecha— solo está en el poder gracias a una coalición con una facción conocida como Patriotas Unidos, un grupo de tres partidos de extrema derecha que han sido acusados de “establecer la xenofobia como una política de gobierno”. Y porque lo ocurrido en el partido del 14 de octubre en Sofía a duras penas fue un incidente aislado.
La temporada europea tiene unas pocas semanas de haber iniciado, pero ya ha engendrado una letanía de ejemplos de jugadores que han sido objeto de abuso racial, entre ellos al menos tres en Italia: Romelu Lukaku durante un partido en Cagliari; Dalbert de la Fiorentina mientras jugaba en contra del Atalanta; y Franck Kessie en Verona. Las redes sociales han producido aún más bilis, las ocasiones más recientes fueron en contra de Paul Pogba del Manchester United y Tammy Abraham del Chelsea. Además, por supuesto, esos son solo los casos de más alto perfil.
Sucedió lo mismo la temporada pasada, incluido un incidente que sirvió para que Sterling se expresara sobre el tema, y en la temporada anterior a la pasada. Es difícil cuantificar si el problema del fútbol europeo con el racismo está empeorando. Pero es casi seguro que no está mejorando.
La vergüenza de Sofía no es la única en ese contexto, pero es esclarecedora de dos maneras. Una queda ilustrada en el tema que hizo tropezar a Sterling. Después de la noche del 14 de octubre, el presidente del órgano rector del fútbol europeo, Aleksander Ceferin, sugirió que un “ascenso del nacionalismo en todo el continente ha alimentado algunos comportamientos inaceptables y hay quienes se han encargado de pensar que el fútbol es el lugar adecuado para darles voz a sus espantosas opiniones”.
Bulgaria es un buen ejemplo: cuesta trabajo ver por qué el fútbol debería ser inmune a las corrientes que han elevado a tres partidos de extrema derecha al gobierno y que cada año alientan a unas 2000 personas a sumarse a la marcha de Lukov, una manifestación en honor a un general que simpatizaba con los nazis, la cual se celebra en Sofía en febrero.
Después de todo, solo porque el racismo exista en una sociedad no significa que debería permitirse en el entorno cerrado del fútbol. La idea antigua de que la mejor manera de probar que los racistas están equivocados es ganando —como si los jugadores negros que sufren abusos y pierden de alguna manera fueran cómplices de su propio castigo, simplemente porque están en equipos más débiles— ha demostrado ser equivocada. Al igual que creer que detener los juegos es darles lo que quieren a los racistas.
En este punto, lo ocurrido en Sofía ofrece una segunda lección. Los jugadores de Inglaterra sufrieron abusos en un estadio que estaba operando a una capacidad limitada porque ocurrió un suceso similar durante un partido anterior, y el próximo juego de Bulgaria está sujeto al cierre parcial de un estadio por la misma razón. Desde hace tiempo, las irrisorias sanciones de la UEFA por insultos racistas han sido un hazmerreír, a pesar de que Ceferin opine lo contrario.
Si él cumple la promesa que hizo esta semana de “librar una guerra” en contra de los racistas —una que, como dijo, necesita de una alianza de ligas, clubes, órganos rectores, gobiernos y todo el mundo—, entonces debe usar el arsenal que en verdad tiene a su disposición.
Muchas personas defenderán un veto total para los equipos o selecciones nacionales reincidentes, como Bulgaria. Si existe el temor de que esto pueda alimentar una especie de complejo de víctima —aunque debe señalarse que en el centro de todo pensamiento de extrema derecha existe un sentido de persecución—, entonces tal vez hay una solución más sencilla a la mano.
No hay ninguna razón para esperar que un jugador, blanco o negro, vaya y juegue en un país con una historia de abuso racial. Tal vez, entonces, las naciones donde sucede esto con una frecuencia desalentadora deberían verse obligadas a jugar todos sus partidos lejos de casa. El mismo castigo podría ser infligido a los clubes, en vez de ser forzados a jugar partidos sin aficionados, pero en un terreno familiar.
Por supuesto que ninguno de esos castigos terminará con el problema del racismo en nuestras sociedades. Sin embargo, ese no es el trabajo del fútbol. Lo único que puede hacer el deporte es garantizar que no se sienta como un espacio seguro donde las personas que tienen esas opiniones las puedan expresar. Lo ocurrido en Sofía demostró la escala, y la naturaleza, del problema. La prueba para el fútbol es demostrar que eso no lo amedrenta.
c.2019 The New York Times Company