Durante mucho tiempo, en las discusiones sobre los peligros que representa la presidencia de Trump, mi lema ha sido: Trump es más débil de lo que parece. Demasiado débil para aprobar una legislación. Demasiado débil para nombrar a sus mercenarios a ocupar cargos en la Reserva Federal. Demasiado débil para usar su púlpito intimidatorio, o cualquier otro instrumento, y lograr impulsar sus índices de aprobación apenas sobre un 42 por ciento. Demasiado débil para evitar filtraciones o conservar la lealtad de su equipo; demasiado débil para planear artimañas sin que salgan a la luz con rapidez, y, sin lugar a dudas, demasiado débil para mantenerse en el poder con métodos ilegales.
No obstante, si la debilidad de Trump lo vuelve menos amenazante para el orden constitucional (como en estos momentos) de lo que algunos críticos imaginan, en política exterior el asunto es diferente. Ahí, un jefe del ejecutivo débil y temeroso puede provocar tanto daño como uno despiadado y agresivo. Una debilidad nacional que produce paralización y apatía, escándalo y juicio político, es una desgracia, pero no necesariamente un desastre. Una debilidad en el escenario global que tiente a otras potencias a realizar agresiones militares puede causar desastres mucho más significativos.
Antes de que asumiera el cargo, este era uno de mis peores miedos respecto a Trump: que sus cualidades erráticas e inútiles inspiraran a líderes extranjeros ambiciosos a ponerlo a prueba de formas que harían ver la presidencia de Jimmy Carter como un día de campo. Trump “solo necesita ser él mismo”, escribí, “para producir un largo periodo de riesgos en el mundo”.
Al igual que sucedió con mis otros grandes miedos (niveles de descontento nacional similares a los de finales de la década de 1960 y un mercado bursátil en picada), el peor escenario posible no se materializó desde el inicio. La política exterior de Trump difícilmente podía calificarse de “metternichiana”, pero sus diversos impulsos, filtrados a través de una escolta de generales, produjeron algo que casi pareció estratégico: casi la victoria sobre el Estado Islámico, una reducción de las tensiones en las Coreas, un enfoque razonable en contener a China. Además, el mundo con Trump a la cabeza era, en cierta medida, más tranquilo que el mundo del segundo periodo de Barack Obama.
Le di algo de crédito al gobierno por esto. Esperaba que durara una vez que los generales partieron.
Pero no está durando. La traición de Trump a los kurdos sirios a lo largo de la semana pasada es una parodia moral, pero Estados Unidos ya había traicionado a los kurdos en otras ocasiones. Lo que distingue a este fiasco es su desconsideración total, su desconexión de cualquier propósito estratégico, la obviedad con la cual Trump permitió que Recep Tayyip Erdogan lo superara tácticamente y la incapacidad de sus asesores para rescatar la situación antes de que esta produjera una guerra.
Todos los elementos que constituyeron la debacle —el error garrafal por sí solo, las fanfarronadas y las disculpas posteriores, la clara admiración de nuestro presidente supuestamente fuerte al tirano extranjero— fueron exactamente lo que uno espera en vista del estilo de campaña de Trump. Al igual que los muertos, los refugiados, la ira de nuestros aliados, el júbilo de nuestros rivales. Al igual que el mensaje que se les envió a esos aliados y rivales, tanto a Riad, Nueva Delhi y Jerusalén como a Moscú y a Pekín: este presidente estadounidense puede ser embaucado, halagado y amedrentado con facilidad, y las únicas repercusiones serán que Mike Pence llegue a tu puerta con aspecto de búho decepcionado.
Incluso entresus partidarios más confiables, en este caso las defensas de Trump han sido estrictamente comparativas. No es algo tan malo como la guerra en Irak, la intervención en Libia, la guerra civil en Siria o el ascenso del EI. La élite de la política exterior está exagerando; han ocurrido debacles mucho peores con ellos a cargo.
Y hay cierta verdad en estos argumentos. Trump llegó a la presidencia porque la gente inteligente a cargo de la política exterior estadounidense fracasó rotundamente e, incluso después de la semana que acaba de terminar, los fracasos del presidente no han estado ni cerca de igualar el número de bajas que ellos produjeron.
Sin embargo, la defensa comparativa solo es efectiva hasta cierto punto. Tal vez la guerra de Erdogan se pueda contener, pero tal vez se produzca un conflicto regional y el EI se reconstruya a partir de esta debacle, en cuyo caso Trump habrá repetido los errores garrafales de sus predecesores, pero con muchas menos excusas.
Y aunque se estabilice esta crisis particular, la estrategia para tomar decisiones que utilizó Trump hace que el káiser Guillermo II parezca un modelo de estadista relajado, y su aplicación en una crisis que involucre a una verdadera potencia podría ser catastrófica. Nada en estos sucesos da una pizca de confianza en que sus asesores puedan guiarlo de una forma eficaz, ni que la calidad de los consejos que le facilitan (por ejemplo, Rudy Giuliani, un secretario de Estado en las sombras) dejará de empeorar. Nada en la calma relativa que hubo entre el año uno y el tres garantiza que no vaya a haber una prueba al acecho en el año cuatro.
O en los años cinco, seis o siete, si Trump resulta reelecto. Esto nos lleva al asunto más importante para los votantes con inclinación republicana y los senadores republicanos. Ambos grupos se han acostumbrado a Trump, en parte porque los seres humanos se acostumbran a todas las cosas, pero también porque las predicciones más alarmistas, las mías incluidas, no describieron con precisión sus primeros dos años en la presidencia.
Sin embargo, esos votantes y legisladores deberán preguntarse, en las elecciones de 2020, o quizás antes en un juicio en el Senado, qué predicción sobre cómo será el gobierno de Trump de ahora en adelante parece más probable: el patrón relativamente contenido del periodo de los generales McMaster, Mattis y Kelly o el de los impulsos desenfrenados que acaban de provocar muerte, traición y humillación sin razón alguna, ni una sola, salvo el hecho de que nuestro presidente no está calificado para su trabajo.
c.2019 The New York Times Company