Lula, de 74 años, siempre fue un animal político, un hábil estratega capaz de moverse con soltura en las diferentes esferas del poder y negociar entre bastidores con los opositores, pero su olfato no fue suficiente para escapar de las acusaciones de corrupción que enfrentó una vez dejada la jefatura de Estado.
Cuando el 7 de abril de 2018 supo que no habría forma de esquivar la cárcel, este operario sin estudios superiores y de verbo encendido se refugió en los brazos del pueblo y pasó 48 horas atrincherado en la sede del sindicato de los Metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, donde despuntó como líder sindical en la década de los 70 y comenzó a tejer el Partido de los Trabajadores (PT), hegemónico en Brasil durante 16 años (2003-2016).
Allí, en el día “más indignante” de su vida, como él mismo describió, Lula dejó una imagen para la historia: salió de su cuna política cargado a hombros por una multitud mientras la policía le esperaba a algunos metros de distancia para conducirle los más de 400 kilómetros que distan hasta la sede de la Policía Federal de Curitiba, donde ha pasado los últimos 580 días.
En su celda de 15 metros cuadrados, Lula llegó a montar un cuartel electoral y orquestó su campaña para las elecciones presidenciales de octubre. Pero la Justicia volvió a cruzarse en su camino y le propició el golpe más duro de su carrera política al vetar la candidatura de uno de los hombres más amados -y odiados- de Brasil.
Entre rejas fue testigo de la llegada de la ultraderecha al poder de la mano de Jair Bolsonaro y sufrió su segunda condena por corrupción. Pero pese a las derrotas políticas y judiciales, nada fue tan duro en su vida como la muerte en marzo pasado de su nieto Arthur, de apenas 7 años, por una infección generalizada.
En los últimos años, mientras batallaba en los tribunales para defender su “inocencia”, Lula también perdió a uno de sus hermanos y a su esposa, Marisa Letizia, quien falleció por un derrame cerebral, el cual algunos militantes atribuyen a las presiones sufridas por las denuncias de corrupción que también le salpicaron.
Pero Lula, “el hijo de Brasil”, como fue bautizado en una película biográfica, reencontró el amor tras conocer a la socióloga Rosangela da Silva, de 40 años, y, según sus allegados, su primer “proyecto” fuera de la cárcel será casarse con ella.
“¡Mañana te voy a ir a buscar. Espérame!”, afirmó en sus redes sociales Rosangela da Silva tras conocer el fallo.
EL OBRERO QUE SE CONVIRTIÓ EN PRESIDENTE
Nacido en 1945 en Pernambuco, en el empobrecido noreste brasileño, emigró con su madre y sus siete hermanos a Sao Paulo en busca de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía 5 años.
Aprendió a sobrevivir en la calle, como vendedor y limpiabotas, y a los 15 años se hizo tornero y se acercó al movimiento obrero, llegando a presidir el poderoso sindicato de los metalúrgicos, el trampolín para su carrera política.
En la década de los años 80 fundó el Partido de los Trabajadores, una fuerza de origen troskista que acabó convirtiéndose en una formación de centroizquierda aliada a conservadores, y con él estrenó una carrera política que fue conocida mundialmente por sacar de la pobreza a 28 millones de personas en Brasil, pero que en los últimos años se ha visto empañada por varios escándalos de corrupción.
Con el único título de torneo mecánico, alcanzó la Presidencia en 2002, en su cuarto intento (1990, 1994, 1998), y una vez en el poder el aguerrido barbudo sindicalista ofreció una versión de sí mismo mucho más moderada, la de “Lulinha paz y amor”.
El temido izquierdista, cuya llegada al poder decían que provocaría una fuga sin precedentes de capitales de Brasil, conquistó al mercado al publicar una carta de compromisos que tranquilizó el ánimo de los inversores.
En aquella época, Lula copaba las portadas de algunas de las revistas más prestigiosas y llegó a ser presentado públicamente por el expresidente de Estados Unidos Barack Obama como “el político más popular de la Tierra”.
Pero la “época dorada” de Lula se vio empañada en 2005, con los primeros escándalos de corrupción del Partido de los Trabajadores. El mandatario consiguió salir indemne del llamado “Mensalao” -un esquema de sobornos a parlamentarios- y fue reelegido en las urnas en 2006 por otros cuatro años.
Pero los problemas judiciales del expresidente comenzaron de verdad años más tarde, concretamente en 2014, cuando estalló la operación Lava Jato y el entonces juez Sergio Moro, actual ministro de Justicia de Brasil, se cruzó en su camino.
Moro, quien se convirtió en un símbolo de la lucha contra la corrupción, condenó a Lula en primera instancia y firmó su entrada en prisión.
Ahora, 580 días después, Lula abandona la cárcel, al menos temporalmente, y ya ha comenzado a trazar su futuro: “No sé dónde voy a ir, pero quiero ir a otro lugar”, quizá a alguna playa del noreste, dijo este viernes en una entrevista.