Por Gabriela Wiener
MADRID — A más de un año del asesinato de Marielle Franco, concejala de Río de Janeiro, aún no se conoce a sus asesinos. Durante este tiempo, tanta sospechosa desidia en la investigación solo ha alimentado la teoría de que detrás del crimen hay intereses muy poderosos: agentes del Estado, policía militar y hasta el propio presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y uno de sus hijos.
Marielle era un lastre para las aspiraciones del nuevo mandatario brasileño: afrodescendiente nacida en un favela, feminista y anticapitalista, tenía una agenda que consistía en pelear por los derechos de los oprimidos. En marzo de 2018, la mataron por ser una de las voces más persistentes en denunciar a grupos paramilitares que operan como crimen organizado en las favelas de Río. No le perdonaron querer cambiar la política desde adentro.
Las ejecuciones, amenazas y marginalización contra mujeres y disidencias funcionan como advertencias. El hecho de que las mujeres hayan pasado de la sumisión al cuestionamiento y a la acción en la vida pública de Latinoamérica hace que la violencia sea aún mas salvaje contra ellas. Denunciar, visibilizar y defender esas voces que son un peligro para el statu quo son hoy acciones urgentes y necesarias. Ante el avance de la diversidad, la reacción de quienes están en el poder —estatal o fáctico— se ha tornado cada vez más virulenta.
Es lo que tienen en común el asesinato de Franco, la amenaza y ejecución de defensores de la tierra como Berta Cáceres o el acoso a periodistas como Lydia Cacho, que denuncian crímenes como la trata de personas y confrontan al poder. Son operaciones diseñadas para acallarlas.
La violencia se ha ensañado con los nuevos sujetos políticos —las mujeres, los indígenas y las disidencias sexuales— porque han empezado a disputar y ocupar cuotas de poder para representar los intereses de sus comunidades y ponerlos en el centro de las políticas públicas. Pero quizás, en la política del siglo XXI, las mujeres sean uno de los principales objetivos de esta brutalidad.
Si Marielle cayó enfrentándose al poder político y militar de su país, la hondureña Berta Cáceres —quien se opuso a la construcción de un proyecto hidroeléctrico en el río Gualcarque— y otros cientos de luchadores medioambientales han sido asesinados en Latinoamérica por poner el cuerpo para alterar los planes de depredación de los grandes intereses económicos. Pese a la falta de protección de sus gobiernos, aún resisten mujeres como la campesina peruana Máxima Acuña, quien sigue defendiendo las lagunas del avance del proyecto minero Conga, que la intimida y ataca.
En el periodismo, las investigaciones de Cacho han señalado directamente a altos mandos políticos mexicanos en una red de trata de personas. Y eso no se lo perdonan. Tampoco que sea una mujer. Al poco tiempo de publicar sus investigaciones, Cacho fue detenida arbitrariamente, torturada y sus derechos, violados, según condenó la ONU. Eso no impidió que este año, entraran a su casa para saquearla y matar a sus perros.
Las formas de intimidar mujeres activistas son muy específicas, de ahí que tantos ataques a la libertad de expresión y asesinatos políticos sean a la vez feminicidios y casos de violencia de género. Durante las movilizaciones en Chile, se hicieron públicas decenas de casos de abusos y violación sexual a mujeres por parte de carabineros y militares.
El acoso es físico pero también político, laboral y económico; aquellas que confrontan a las fuerzas hegemónicas se arriesgan al desprestigio constante a través de las redes sociales, así como a intentos de silenciamiento que promueven los círculos machistas y el veto en sus profesiones, más aún si ostentan cargos públicos. Lo hemos visto con mandatarias como la brasileña Dilma Rousseff, destituida en un proceso muy cuestionado en 2016, pero ocurre en todos los sectores y escalafones. La última agredida por una turba afín a los ultraderechistas que han tomado el poder en Bolivia fue una alcaldesa del Movimiento al Socialismo (MAS), Patricia Arce, quien fue rapada y embadurnada de pintura roja antes de ser arrastrada por las calles.
La legisladora más joven de la historia de la Argentina, la recién electa Ofelia Fernández (de 19 años), una de las “pibas” artífices de la Marea Verde por el aborto legal, sufre hoy los embates de un sector de la prensa que ha lanzando contra ella bulos que involucran incluso a su madre. “Qué miedo les da una pibita”, respondió en sus redes.
Se ha declarado la guerra a esta nueva energía rebelde que defiende las lagunas, los bosques, la diversidad sexual y los cuerpos de las mujeres. En estas décadas, el activismo femenino ha hecho de Latinoamérica un lugar un poco más progresista y justo: de Argentina a Chile —fueron mujeres las primeras en ocupar el metro en Santiago—, las pibas han liderado una pequeña revolución que consiste en no conformarse.
Esta es la hora en que esas otras, otros y otres se levanten también para repensar el poder. Se trata de imaginar otras alternativas de movilización, de participación y de gobierno.
Quizás una solución sería forjar, como dice la académica Rita Segato, una “politicidad en clave femenina”. Ejemplo de ello es el flamante Parlamento de Mujeres en Bolivia, un espacio autónomo para la reflexión y la búsqueda de soluciones democráticas, promovido por el colectivo Mujeres Creando, en plena ola de violencia institucional y en la zozobra de la crisis social y política boliviana. Esos espacios de debate brotan y se multiplican también de Santiago a Quito, de Río de Janeiro a Puerto Príncipe, de Ciudad de México a Lima. Y ya corren llamamientos a la creación de un gran proyecto de organización global entre mujeres y disidencias, una especie de Internacional Feminista que luche por frenar el avance de la ultraderecha.
No sabemos si es la solución a tantas amenazas a las mujeres que le hablan de frente al poder y lo cuestionan y desnudan, pero es un primer paso esperanzador para cambiar de una política de unos cuantos a una de todos los ciudadanos.
Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.
c. 2019 The New York Times Company