China, donde la fastuosidad del Estado despierta un fervor verdadero
Internacionales

China, donde la fastuosidad del Estado despierta un fervor verdadero

EN LAS MAJESTUOSAS CELEBRACIONES DE ANIVERSARIO DE ESTA SEMANA, LOS ASISTENTES NO ESTABAN AHÍ SOLO PARA LLENAR LA PLAZA, SINO QUE REALMENTE ESTABAN EMOCIONADOS.

PEKÍN — Asistir a las celebraciones del Día Nacional de China en los últimos años ha sido un poco como escuchar distintas versiones de una canción, mientras el compositor perfecciona los temas y desecha los fragmentos menos pulidos hasta que la pieza suena perfecta.

Así me sentí en los actos del martes en la Plaza de Tiananmén, para celebrar el 70° aniversario de la fundación de la República Popular de China. Ya había asistido a dos ceremonias como esa —por el 35° aniversario en 1984 y el 50° en 1999— y sabía cómo se realizaba en esencia: habría un gran desfile militar, seguido de carrozas que conmemoraban los logros del gobierno.

No obstante, este espectáculo se sentía más grande y estridente que los anteriores, como si el compositor hubiese decidido utilizar todos los instrumentos de la orquesta, para olvidarse de la sutileza. La conmemoración era impecable y elegante, pero también abrumadora y, por momentos, grandilocuente.

Cuando recibí mi invitación, las autoridades me dijeron que tenía la suerte de asistir porque era un gran honor. Asentí con la cabeza en un gesto de cortesía, pero solo entendí lo que querían decir cuando llegué a la Plaza de Tiananmén el martes a las 6 de la mañana. El grupo de los medios estaba compuesto por unos cientos de personas, en medio de un mar de leales miembros del Partido Comunista de China (PCC) y para muchos de ellos ese debió haber sido uno de los eventos más importantes de sus vidas.

Sería fácil decir que estas personas no eran extras. Y hace 20 años, la última vez que estuve en ese acontecimiento, los asistentes eran principalmente artistas altamente entrenados que sostenían pancartas con las cuales deletreaban distintos mensajes, al estilo de Corea del Norte. No obstante, la multitud del martes era distinta. En esencia, estaba compuesta por profesores universitarios, científicos, administradores, burócratas y gente que había hecho algún tipo de contribución al Estado. No estaban ahí para llenar la plaza, sino que eran participantes emocionados que esperaban conmemorar ese día.

Lo noté de inmediato cuando pasé junto a una plataforma elevada cubierta con césped artificial que rodeaba una gran pantalla de televisión. Los asistentes estaban en cuclillas al lado de la plataforma y con un aire ceremonial ordenaban su carta de invitación, identificación con fotografía para el desfile y el programa, casi todos de la misma manera, como si fueran sacramentos en el altar de una iglesia. Luego, se tomaban una fotografía, con el objetivo de sus cámaras colocado de tal modo que el símbolo nacional de China, la Puerta de la Paz Celestial, apareciera en el fondo. El objetivo de estas fotos era presumirlas en las redes sociales con frases como: “¿Adivinen dónde estuve hoy?”, “Sí, en la Plaza de Tiananmén”, “Sí, en la ceremonia”. Y aquí está la prueba.

Si estos fueran sus sacramentos y esta ceremonia fuera su ritual, entonces ¿cuál sería su creencia?

Ese probablemente sería el mensaje transmitido en las pantallas gigantes que nos rodeaban. Antes de que comenzara el desfile, esas pantallas mostraban imágenes de archivo de los últimos setenta años que narraban la historia de cómo China había sido pobre y sufrió los embates de potencias extranjeras hasta que el Partido Comunista salvó al país.

La era de Mao no fue retratada como los periodistas y los académicos extranjeros a menudo suelen describirla —una serie de campañas violentas contra enemigos imaginarios del Estado y la peor hambruna que se haya registrado en la historia—, sino como un periodo de gloria pionera, cuando China aseguró sus fronteras por primera vez en un siglo, construyó un centro industrial sólido y sentó las bases para su despegue económico.

Los asistentes, que crecieron con esta ideología, parecían visiblemente conmovidos cuando los soldados que portaban la bandera nacional marchaban con el paso de la oca desde el Monumento a los Héroes del Pueblo en el centro de la plaza cuadrangular hasta el asta de la bandera. Me sentí conmocionado por el aluvión de artillería de fondo y el sonido amplificado de las botas que golpeaban el pavimento —se sentía como una invasión de gigantes—, pero muchas personas a mi alrededor observaban con solemnidad. Esto no fue orquestado: algunos parecían aburridos, otros miraban a su alrededor, los niños jugaban, pero la mayoría se veían serios, como los estadounidenses cuando se ponen de pie, con la mano sobre el corazón, para escuchar el himno nacional en un evento deportivo.

Y no creo que fuera solo por aparentar que la gente se puso de pie en uno de los primeros momentos emocionantes de la ceremonia: cuando el presidente Xi Jinping apareció de pie en una limusina descapotable que salió de la Puerta de la Paz Celestial. El momento era histrionismo puro, Xi llevaba un traje tradicional de color oscuro, y estaba enmarcado por los muros color bermellón de la Ciudad Prohibida imperial, mientras se dirigía a inspeccionar a las tropas.

Los asistentes también pronunciaron exclamaciones de asombro en otro momento cúspide de la ceremonia que corrió por cuenta de la Ópera de Pekín. Cuando Xi pasó junto a los soldados, sus cabezas se giraron como si tuvieran cuerda, con los ojos protuberantes mientras seguían al personaje más importante de la nación. Fue una muestra de la lealtad inquebrantable de las Fuerzas Armadas al líder del PCC y el público no necesitó ningún aliciente para vitorear.

Darse cuenta de que algunas de estas emociones son auténticas es importante porque no podemos entender a China si pensamos que el partido solo gobierna a través de los métodos autoritarios en los que los reporteros, comprensiblemente, se centran. En el canal de mis redes sociales, que incluye a intelectuales descontentos, pero también a practicantes de la religión popular pertenecientes a la clase trabajadora, está claro que muchos se creen el cuento nacional creado por el PCC.
Inventar tradiciones no es nada nuevo ni único de China, pero aquí estos constructos pueden sentirse incómodos porque muchos de ellos son importados —desde los uniformes de gala de los soldados que parecen haber pasado de moda hace décadas (las trenzas doradas, las hombreras enormes, las hileras de medallas) hasta la música digna de una película de John Williams (fanfarrias, timbales, muchos instrumentos de viento metal).

Tal vez lo diga por nostalgia, pero el estado de ánimo hace 35 años era un poco diferente. En ese entonces era un estudiante y fui trasladado en autobús con un grupo de compañeros hasta la Plaza de Tiananmén para asistir a la ceremonia. Luego, paseamos por ahí el resto del día. También hubo un evento orquestado, pero la seguridad era mínima y todavía se podía estar de pie justo al lado de los artistas cuando pasaban marchando o bailando. Algunos estudiantes incluso saltaron al desfile y levantaron una pancarta para saludar al líder supremo Deng Xiaoping.

Hoy China se toma más en serio eso de ser una superpotencia. Cuando el entusiasmo espontáneo surgió el martes, los animadores se aseguraron de que las banderas siguieran ondeando. Y la seguridad era tan fuerte que rayaba en la paranoia: en los parques de la ciudad se implementaron medidas de seguridad como las de los aeropuertos solo para ingresar. Pero eso también era parte del espectáculo, el mensaje y la visión de un Estado concentrado y disciplinado, encabezado por el Partido Comunista de China, que puede organizar un espectáculo que pocos países pueden igualar.

(El libro más reciente de Ian Johnson es “The Souls of China: The Return of Religion After Mao”).

c.2019 The New York Times Company

Subscríbete al ABC del Día