El ataque a Al Baghdadi fue una victoria en la que contribuyeron algunos factores de los que Trump se burla - N Digital
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El ataque a Al Baghdadi fue una victoria en la que contribuyeron algunos factores de los que Trump se burla

WASHINGTON — El asesinato del líder del Estado Islámico en una audaz incursión nocturna reivindicó el valor de tres puntos fuertes tradicionales de Estados Unidos: alianzas sólidas, confianza en las agencias de inteligencia y la proyección de la fuerza del Ejército en todo el mundo.

No obstante, el presidente Donald Trump se ha burlado sistemáticamente de las dos primeras. E incluso cuando afirmó el 27 de octubre haber alcanzado una importante victoria de seguridad nacional, el resultado de la incursión no hizo mucho para sofocar las dudas sobre la conveniencia de su decisión de reducir la presencia militar en Siria en un momento en que las amenazas terroristas continúan desarrollándose en esa región.

“La ironía de esta operación exitosa contra Al Baghdadi es que no podía haber sucedido sin la presencia de las fuerzas estadounidenses que han retirado, sin la ayuda de los kurdos sirios que han sido traicionados y sin el apoyo de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos que con frecuencia ha sido menospreciada”, señaló el 27 de octubre Richard N. Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores.

“Pese a que, desde luego, el ataque fue un éxito bien recibido, tal vez no existan en el futuro las condiciones que hicieron posible esta operación”, comentó.

Para Trump, la muerte del líder del Estado Islámico Abu Bakr al Baghdadi fue una prueba de la sensatez de su estrategia de defender a Estados Unidos desde adentro sin mandar a las fuerzas estadounidenses a “guerras interminables” en el extranjero.

Para el presidente y sus partidarios, los argumentos de los detractores son por envidia, un intento por parte de la oposición obsesionada con la impugnación presidencial de restarle importancia a una exitosa operación clandestina y focalizada que fue tan importante como el asesinato de Osama bin Laden.

Desde luego, ese fue el momento de 2011 que los demócratas celebraron como una prueba de que un presidente progresista con poca experiencia en seguridad nacional podía eliminar de la faz de la tierra al terrorista más buscado del mundo. Y pese a que se había borrado un poco de la memoria colectiva para cuando el presidente Barack Obama se postuló a la reelección el año siguiente, fue un tema de debate para su campaña.

Parecía que el domingo Trump estaba sentando las bases de los temas de debate para su propia campaña cuando relató cómo le dijo a sus fuerzas: “Quiero a Al Baghdadi”, y no a una serie de líderes terroristas muertos de “los que nunca he escuchado”. Está claro que espera que el éxito de este ataque tenga una resonancia más amplia: algunos antiguos colaboradores de Trump dijeron que considera el asesinato de Al Baghdadi un contrapeso para la investigación del juicio político en su contra, misma que se basa en parte en un argumento de que él ha moldeado la política exterior para su propio beneficio político.

Es demasiado pronto para saber si durará cualquier impulso político. Pero transitar por el complicado laberinto del Medio Oriente no es menos complejo por la muerte de Al Baghdadi. No se sabe si la decisión que tomó el presidente en las últimas semanas de retirar a las fuerzas estadounidenses del norte de Siria complicó la planeación y la ejecución de la misión.

Además, pese a que el ataque logró su objetivo, no ayudó mucho a aclarar si el instinto de Trump de retirar a sus fuerzas dará lugar a nuevas variedades de radicalismo violento que él y sus sucesores estarán obligados a erradicar.

La historia de Medio Oriente está plagada de surgimientos de movimientos extremistas, y no hay razones para creer que el Estado Islámico será el último. Mucho tiempo después de los detalles cinematográficos del audaz ataque —desde sus pacientes inicios en Irak el verano pasado hasta el tenso trayecto a Siria por aire y la cacería dentro de un túnel sellado donde se dio muerte a Al Baghdadi— la pregunta constante será si el gobierno de Trump aprovechará el momento para atender las profundas fisuras sectarias y políticas de la región y las causas subyacentes del terrorismo.

Clint Watts del Foreign Policy Research Institute escribió el 27 de octubre que “la muerte de Al Baghdadi frustrará los sueños de un Estado Islámico concentrado en el Levante, pero en todos sus años de operaciones reclutaron, entrenaron y alistaron a los combatientes extranjeros de docenas de países que dirigirán a la siguiente generación de la yihad a otras fronteras”.

Añadió que “los combatientes extranjeros entrenados por el Estado Islámico serán un problema de terrorismo durante la próxima década”.

Obama y su gobierno enfrentaron ese reto sin cesar, y sus crónicas están plagadas de reuniones con el equipo de seguridad nacional para hallar un método que no fuera solo ataques con drones. Pero nunca solucionaron el problema.

Por el contrario, el equipo de Trump pocas veces lo aborda. Y eso se debe, en parte, a su filosofía tan distinta acerca de cómo proteger al país, misma que fue expuesta en su conferencia de prensa, en ocasiones incoherente, tras el anuncio de la muerte de Al Baghdadi.

La estrategia de Trump en esta región nunca ha sido congruente, pero ha tocado temáticas constantes. La primera es que Estados Unidos no necesita tener soldados en la región para encontrar a sus enemigos y acabar con ellos. Propone que sus aliados, los rusos, los turcos e incluso el gobierno sirio de Bashar al Asad paguen el alto costo de la ocupación, la reconstrucción y de llenar el vacío que quede.

“Por eso digo que deben comenzar a participar más en los combates ahora, y podrán hacerlo”, Trump les dijo a los reporteros el domingo, 27 de octubre. “En verdad creo que podrán hacerlo”.

Todo lo que los terroristas tienen que saber, señaló, es que Estados Unidos los perseguirá y, si es necesario, desde lejos.

Sin embargo, la historia de la muerte de Al Baghdadi es más compleja. Estaba viviendo en un lugar que en realidad era una región sin ley, controlada por dos grupos diferentes de Al Qaeda (enemigos de Al Baghdadi) y que ahora es un territorio emergente para los combatientes prófugos del Estado Islámico. Los sirios y los rusos controlan el espacio aéreo.

Es precisamente el tipo de zona que el Ejército y los directores de inteligencia de Estados Unidos —así como la dirigencia republicana en el Congreso— le han insistido a Trump que vigile manteniendo un pequeño grupo de soldados en el país.

David H. Petraeus, general en retiro y exdirector de la CIA, a menudo dice que es inevitable que un territorio sin ley se convierta en una zona de extremistas. “La regla de Las Vegas no se aplica en estos lugares”, afirmó este año. “Lo que sucede ahí, no se queda ahí”.

Trump no es partidario de esa teoría. Desde su punto de vista, la vigilancia estadounidense puede seguir la pista de los terroristas desde arriba mientras la Agencia de Seguridad Nacional se introduce en sus redes.

Para Trump, la presencia del Ejército estadounidense en el campo se convierte en una excusa para que los demás no actúen; según él, no le molesta que Rusia ocupe ahora una zona que antes era primordialmente un protectorado estadounidense.

“Yo sé quiénes están muy contentos de que estemos ahí: Rusia y China”, comentó. “Debido a que mientras ellos estructuran su Ejército, nosotros estamos agotando al nuestro ahí”.

El domingo, Trump reconoció la ayuda de algunos de esos gobiernos; agradeció en primer lugar a los rusos por permitir que entraran los helicópteros estadounidenses; dijo que los kurdos “nos dieron cierta información” y que Turquía “no fue un problema”. (No tuvo un mensaje parecido para la dirigencia del Congreso que ha estado presionando para su juicio político: “Washington es una máquina que gotea”). Aunque se negó a decir dónde comenzó y terminó la operación, esta inició en el territorio iraquí.

No obstante, es muy incierto que, sin la presencia de los soldados estadounidenses, ese acceso siga estando garantizado.

c. 2019 The New York Times Company

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