En 1991, Rodrigo Bernal, un botánico especializado en palmas, iba conduciendo por la cuenca del río Tochecito, un cañón apartado en la montaña de la zona central de Colombia, cuando tuvo un mal presentimiento.
Junto a Bernal iban dos expertos en palmas: su esposa, la botánica Gloria Galeano, quien trabajaba con él en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, y Andrew Henderson, quien estaba de visita y trabaja en el Jardín Botánico de Nueva York. Estaban en busca de la palma de cera de Quindío, la palma más alta del mundo.
Desde hace mucho tiempo, las palmas de cera han fascinado a los exploradores y a los botánicos por su impresionante altura, algunas llegan a medir hasta 60 metros. Hasta que se descubrieron las secoyas gigantes de California, se creía que las palmas de cera eran los árboles más grandes del planeta. Una capa gruesa de cera recubre su tronco, lo cual no se observa en otras palmas, y habitan donde no deberían vivir las palmas: en las laderas frías de los Andes, a una elevación de hasta 3000 metros de altura. Esto ha hecho que sea muy difícil su recolección y su estudio. “Eran unas palmas emblemáticas enormes de las que no se sabía mucho”, comentó Henderson hace poco.
La palma de Quindío —la especie que predomina en Colombia— fue designada como el árbol nacional del país en 1985, pero ese reconocimiento no implicó que se le brindara una gran protección. En un artículo tras otro, Bernal y Galeano advirtieron que las palmas de cera estaban en peligro. Muchas quedaron abandonadas en pastizales y campos de hortalizas, vestigios de un pasado boscoso. Ese tipo de palmas no pueden reproducirse fuera de algún bosque, ya que sus plantitas mueren si les da de lleno el sol, o son devoradas por las vacas y los cerdos.
En el lugar más grande de palmas conocido en Colombia, solo quedan unos cuantos miles de ellas. Pero los científicos habían escuchado que existían cientos de miles escondidas en la cuenca del río Tochecito por lo que, si ese rumor era cierto, este constituía el bosque más grande de palmas de cera del mundo. El problema era que nadie podía llegar a ese lugar con seguridad.
Al entrar al cañón, Bernal supo que estaba controlado por guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o Farc. Como científico de campo acostumbrado a trabajar en rincones anárquicos de ese país, ya se había topado con grupos armados, pero había logrado salir ileso de esos lugares. Pero ahora con Henderson en el auto —un extranjero que puede ser un blanco fácil para el secuestro— estar aislados se volvió aterrador. “Me fui en reversa tan rápido, que el auto se dañó”, recordó.
Pero se habían internado lo suficiente como para ver y fotografiar lugares exuberantes de palmas que caían de las cimas de las montañas como en cascada, y sus troncos pálidos cubiertos de cera se extendían como fósforos procedentes del sotobosque. Era el mismo paisaje que había contemplado en 1801 Alexander von Humboldt, el explorador alemán. Humboldt describió el espectáculo como uno de los más conmovedores de todos sus viajes: “Un bosque sobre otro bosque, donde las palmas altas y esbeltas penetran el velo frondoso que las rodea”.
Bernal decidió que, si no podían estudiar las palmas de Tochecito, tendría que olvidarse de ellas, “borrarlas de mi mente”. El conflicto de Colombia tenía la peculiaridad de convertir ciertos lugares en zonas tan prohibidas que debían ser olvidadas, quedaban como espacios en blanco en los mapas y en la mente de las personas.
Para sorpresa de los científicos, pudieron regresar a Tochecito en 2012, luego de que el Ejército colombiano expulsó a las Farc. Ya sin las guerrillas, descubrieron que los últimos lugares de palmas de cera se enfrentaban a nuevas amenazas. Ahora, Bernal y sus colegas están intentando salvar las palmas y estudiarlas al mismo tiempo.
‘UN LUGAR AL QUE NO SE PODÍA IR’
Para cuando Tochecito se volvió un lugar seguro para las visitas, los científicos tenían una nueva colaboradora: María José Sanín, ahora botánica de la Universidad Ces en Medellín. Para Sanín, de una generación más joven que la de sus maestros, Tochecito no había sido más que una fotografía seductora que tomaron de prisa en su viaje frustrado de 1991. “Siempre me lo describieron como un lugar al que no se podía ir”, dijo.
Casi todo lo que se sabe sobre las palmas de cera es gracias a Bernal, Galeano y Sanín, quienes colaboraban entre sí o con investigadores externos. Galeano murió de cáncer en 2016; desde entonces, el equipo de investigación, que solía ser de tres personas, ha sido principalmente de dos.
Pese a todo lo que Bernal y Sanín han contribuido a la ciencia de la palma de cera, conservarla sigue siendo una meta inasible.
El único santuario de palma de cera establecido en Colombia está cerca del pueblo cafetalero de Jardín. Está administrado por un grupo de conservación de aves cuya meta es proteger al loro orejiamarillo en peligro de extinción, una especie que anida en los troncos de la palma de cera. El problema es que las palmas deben estar muertas.
“Esa población de palmas es vieja y muere de manera masiva”, señaló Sanín. “Así que eso es bueno para los loros y los observadores de aves, pero terrible para los botánicos”.
En 2012, los científicos emprendieron una iniciativa para proteger cerca de 2000 palmas de cera cerca del pueblo de Salento, un lugar muy visitado por los turistas, pero ahí también hay mucho ganado pastando y existe la amenaza constante de la minería. Lograron que, por poco tiempo, se convirtiera en una causa célebre. Pero su detallado plan de conservación no despertó mucho interés entre las autoridades locales y los terratenientes.
Pronto volcaron sus esfuerzos al recientemente accesible Tochecito, donde había aproximadamente medio millón de palmas que crecían en tierras privadas y menos propietarios que convencer. El valle se había salvado de la expansión del pastoreo y la minería que muy probablemente habría ocurrido si las Farc no lo hubieran aislado durante tanto tiempo.
En 2016, unos 13.000 miembros de las Farc se desmovilizaron tras firmar un acuerdo de paz con el gobierno colombiano. Pese a que otros grupos armados, incluyendo algunos formados por disidentes de las Farc, siguen siendo una amenaza, el acuerdo abrió el acceso a extensiones enteras del país para la agricultura, la minería y la conservación, y cada bando compite por tener prioridad.
Ese año, Bernal y Sanín propusieron un santuario de palmas auspiciado por el gobierno que protegiera las 8300 hectáreas de la cuenca del río. Pero tras dieciocho meses de “reuniones en Bogotá, con los propietarios y con el ministerio del medioambiente”, comentó Bernal, casi todos los terratenientes de Tochecito se retiraron de la mesa de negociaciones, pues sentían que sus actividades se verían demasiado restringidas.
Las vacas no son la única amenaza para las palmas; una empresa sudafricana quiere establecer una enorme mina de oro a cielo abierto al otro lado del valle. Un referendo local frenó el proyecto en 2017, pero muchas personas dudan que pueda resistir las impugnaciones legales, en especial debido a los grandes recursos económicos de la empresa y al apoyo del gobierno nacional de Colombia.
BIENVENIDOS LOS TURISTAS
En años recientes, grandes cantidades de comunidades rurales de Colombia han rechazado la minería a gran escala y han optado por la agricultura y, cada vez más, por el turismo.
Bernal comentó que en los primeros años de su regreso a Tochecito no vio visitantes. La carretera que pasa por ahí no aparecía en los mapas digitales, pues estaba prohibido el paso debido a las guerrillas; había quedado en el olvido.
Ahora hay camionetas todoterreno llenas de jóvenes aventureros, la mayoría europeos, que transitan por este camino todos los días. Proveedores de la industria del ciclismo llevan a los clientes con sus bicicletas a una granja ubicada en la cima de la colina para que puedan disfrutar de los espectaculares paisajes del bosque mientras descienden.
En una mañana nublada de agosto, Michael Pahle y Teresa Lüdde, de Berlín, tomaron un descanso sobre el césped de un risco y admiraron una ladera con palmas como parte de su excursión en bicicleta. Posteriormente, Pahle dijo que pensaba que, en comparación con estas, las palmas más famosas de Salento parecían “algo más dispersas y tristes”.
Algunos terratenientes han convertido sus propiedades en reservas de palma de cera. Uno cobra una pequeña cuota de admisión de 1,50 dólares para que los visitantes admiren el paisaje y tomen refrigerios. Otro está deshaciéndose gradualmente de su ganado y recibiendo turistas e investigadores.
Aun así, el fantasma de la minería nunca está lejos. Mientras los científicos salían del valle, Sanín observó agujeros hechos por una retroexcavadora en la alta orilla de tierra que flanquea el camino: evidencia de una exploración reciente.
Bernal mencionó que cree que la esperanza más viable para Tochecito es comprar tierras para establecer una cadena contigua de santuarios privados. Solo dos grandes tramos albergan una cuarta parte de las palmas, afirmó. Si hubiera cuatro, se podría salvar la mayor parte del bosque.
Detuvo su auto brevemente en la base del valle, donde solía estar el campamento de las Farc. Prácticamente no quedaba nada, solo vestigios de un jardín que las guerrillas solían cuidar en un claro que usaban como salón de baile.
c. 2019 The New York Times Company