AFP
Una silla desocupada, una guitarra en silencio, una foto. Estos objetos cotidianos hablan de la vida y del vacío que dejaron aquellos que partieron por la pandemia de covid-19, que ha dejado un millón de muertos en el mundo.
AFP retrata algunas de esas ausencias a través de los objetos y espacios de los que partieron, compartidos por sus seres queridos.
– Pétalos y aplausos para Hugo –
Sobre su cama, siguen intactos un cobertor estampado con balones de fútbol y la funda bordada de la almohada con la frase “Pienso en ti” junto a un pájaro turquesa.
Un crucifijo cuelga de la pared de ladrillos. Su cuarto es un espacio tomado en préstamo a una escuela primaria de Xochimilco, donde su padre es conserje.
Allí vivía con él y su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos Hugo López Camacho, un camillero del Hospital 20 de Noviembre de Ciudad de México.
Murió de covid-19 con 44 años en ese centro de salud después de subir y bajar sus pisos trasladando a los pacientes durante 14 años. La carroza con su cuerpo partió en medio de una cadena humana formada por sus compañeros, que lo despidieron entre pétalos y aplausos.
Primero fue un estado gripal y dolor de cabeza; después, dificultad para respirar, cuenta su familia, extrañada porque Hugo se cuidaba mucho y además no fumaba ni bebía y llevaba una vida tranquila.
A finales de abril se desvaneció al llegar al hospital. Ese fue el último día que lo vio su madre, a la que poco después, cuando supo que lo intubarían, llamó para despedirse.
“Sabía lo que iba a pasar”, asegura su hermana.
Dos semanas más tarde falleció. Los desbordados crematorios obligaron a esperar días para incinerarlo, una alternativa contraria a las ideas tradicionales de sus seres queridos. Cuando la pandemia pase, llevarán sus cenizas a reposar junto a las de su abuela en un nicho familiar.
– Paulo, una guitarra y un sofá –
La epidemia fue inclemente con la familia de Paulo Roberto, un jubilado de 75 años. De sus cuatro hijas, dos cayeron enfermas con covid-19 y solo una de ellas logró salir. Su esposa también enfermó y estuvo ingresada en cuidados intensivos, pero finalmente se recuperó.
El propio Paulo, un apasionado de la música que tocaba varios instrumentos, falleció víctima del virus. Era junio.
En su vivienda en Belo Horizonte, en el sureste de Brasil, aún cuelga de una pared de piedra su guitarra azul, que junto con su sillón preferido dan fe del disfrute del retiro.
“Pasaba todo el tiempo en el sofá de la sala, donde veía películas, documentales y dormía todos los días”, cuenta a AFP Maria Candida Silveira, quien compartió medio siglo de su vida con él.
Un dolor muy profundo, un agujero, una herida que no sanará: a María Cándida le cuesta encontrar palabras para describir su ausencia. “A veces te acuerdas de pequeños detalles, de momentos que pasamos juntos, momentos felices, pero a la distancia ese anhelo duele. Es una herida que mejorará, pero no sanará”.
Queda también la “lembrança” de su música, “todas las canciones que escucho”, agrega esta mujer de 68 años, “sobre todo las más antiguas que le encantaba tocar y cantar”.
Y el exiguo consuelo de que pudo cumplir su mayor deseo antes de marchar: decir adiós a su bisnieta, Dudinha. “Desde mi teléfono hice una videollamada y él estaba sentado en la cama, se reía y jugaba con su bisnieta, logró despedirse de ella”, cuenta.
Fue la última vez que Maria Candida habló con él: “Creía que lo conseguiría, pero pronto entró en coma”. Un sueño del que no regresó.
– Todos los días, el café de Meco –
Para Franklin Américo Rivera, un fotoperiodista salvadoreño de 52 años que cubría la fuente legislativa, la pesadilla comenzó el 22 de junio con una faringoamigdalitis y, poco después, una infección urinaria.
“El Meco”, como le decían, solía compartir la mesa con su hermana Delmi y su sobrino David, a quien enseñó a comer frijoles con pan, la comida favorita de ambos. Pero una radiografía reveló sospechas de coronavirus y decidió aislarse en su propia casa.
Su otra hermana, Geraldina Juárez (41), recuerda el día que “amaneció más triste y muy cansado”.
“No podía caminar mucho, así que pasaba el día en su silla, que había colocado en el patio” a la sombra de un frondoso árbol.
Esa misma noche la escasez de ambulancias, una tormenta y la saturación del sistema de emergencia se encargaron del resto. A falta de una atención a tiempo, falleció al mediodía siguiente.
“No podemos describir ese gran vacío”, dice Geraldina. Su madre, Victoria del Carmen, de 79 años, “le sigue sirviendo su taza de café cada mañana”, dice.
Echan de menos sus comidas favoritas, la música que escuchaba, las películas que miraba por las noches. Extrañan verlo pedaleando en la bicicleta estática, que ahora luce ajena a la modesta vivienda en Ciudad Delgado, un municipio aledaño de San Salvador.
Cuando aprieta el dolor, una montaña de credenciales de prensa guardadas en una caja sirven para repasar su rostro. En algunas de las fotos, luce casi como un niño. “Nadie cree que ya no esté entre nosotros”.
Afuera, bajo el árbol, tan estática como la bicicleta, permanece la silla azul.
– Oscar, la historia reciente de un país –
“Ni en mis peores pesadillas me imaginé que me iba a pasar esto”, dice Mónica, de 45 años, cuando recuerda que tuvo que certificar con su firma que el cuerpo que estaba por cremarse era el de su padre sin haber visto siquiera el ataúd.
En abril, Oscar Farías, humilde, dicharachero y “excelente asador”, sucumbió en Buenos Aires el 27 de abril a los 81 años.
Pero no se trata solo de la muerte, que es ineludible, reflexiona ella junto a su hermano Ruy. Lo “devastador” y “avasallante” de esta enfermedad es la imposibilidad de acompañar a la persona amada en el padecimiento y la transición a la muerte.
Cuando todavía estaba consciente, su papá la llamaba por teléfono desde el hospital y le decía que tenía frío, pero ella nunca pudo acercarse a abrigarlo y llevarle una manta, cuenta.
Para Ruy, su padre representaba de alguna manera la historia argentina del último medio siglo: trabajador metalúrgico, su carrera se forjó con el boom industrial y experimentó “la misma debacle que el país” en las últimas décadas.
Ambos evocan su habilidad para fabricar cosas útiles “donde otros veían basura”: una “armónica” hecha con un peine y un papel, o un autito de juguete con un trozo de madera y tapas de botellas de vino.
El instante más duro: cuando la médica tratante los llamó para contarles de su empeoramiento. “En ese momento se hizo muy material la muerte inminente”, dice Mónica.
“Pero después papá tuvo un momento de lucidez y me llamó. Cuando le dije que cuando se recuperara nos íbamos a ir a comer una pizza y a tomar un vino, nos estábamos despidiendo”.
La doctora se quebró en llanto al responderle que no a su ruego de acudir al hospital para despedirlo.
El autito sigue posado en su biblioteca junto a la foto de Oscar haciendo un asado “y escuchando tango en la radio”, uno de los recuerdos más vividos que le quedan.