LÉOGÂNE, Haití — El pequeño hospital se había quedado con un suministro de oxígeno que solo alcanzaba para un día y tenía que decidir a quién se lo daría: a los adultos que se recuperaban de apoplejías y otros padecimientos, o a los recién nacidos que se aferraban a la vida en el pabellón de maternidad.
Este terrible dilema se presentó debido a la crisis política de Haití, uno de los incontables dramas que se viven en una nación al borde del colapso.
Una lucha entre el presidente Jovenel Moïse y un movimiento emergente de oposición que exige su renuncia ha derivado en manifestaciones violentas y calles atrincheradas en todo el país, una situación que ha vuelto intransitables las vías públicas, además de crear un estado de emergencia en expansión.
Los funcionarios del Hospital Sainte Croix, atrapados en medio de la parálisis nacional, ahora se veían obligados a elegir quién podía vivir y quién moriría. Por suerte, un camión cargado de 40 tanques nuevos de oxígeno logró llegar en el último minuto, dándole al hospital un alivio temporal.
“Fue realmente aterrador”, dijo Abiade Lozama, arcediano de la Iglesia Episcopal de Haití que es propietaria del hospital. “Todos los días, las cosas se ponen más y más difíciles”.
Pese a que desde hace muchos años el país ha estado atrapado en ciclos de disfunción política y económica, muchos haitianos afirman que esta crisis es la peor que han experimentado. Estas vidas que ya contaban con bastantes dificultades, aquí en el país más pobre del hemisferio occidental, se han complicado aún más.
Las semanas de disturbios en todo Haití, aunadas a la corrupción rampante y un declive económico, han provocado el alza de los precios, el colapso de los servicios públicos y una sensación de inseguridad y desorden. Al menos 30 personas han sido asesinadas en las manifestaciones de las últimas semanas, 15 de ellas a manos de agentes de la policía, según las Naciones Unidas.
“No hay esperanza en este país. Ya no hay vida”, reconoció Stamène Molière, secretaria desempleada de 27 años en el pueblo de Los Cayos, en la costa sur.
La escasez de gas empeora cada día. Los hospitales han interrumpido sus servicios o han cerrado por completo. El transporte público está en un paro absoluto. Los negocios se han clausurado. La mayoría de las escuelas suspendieron clases desde principios de septiembre, por lo que millones de niños han quedado a la deriva. Los despidos generalizados han agravado la situación crónica de pobreza y hambruna. La incertidumbre se cierne sobre todos los sectores de la sociedad.
Muchos haitianos que tienen recursos para salir del país ya se han marchado o tienen planes de hacerlo, mientras que la mayoría que se queda solo intenta averiguar dónde conseguirá su próxima comida.
Haití alguna vez fue un aliado estratégico de Estados Unidos, que a menudo desempeñó un papel crucial en el territorio. Durante la Guerra Fría, los gobiernos estadounidenses apoyaron —si bien, de mala gana, en ocasiones— a los gobiernos autoritarios de François Duvalier y de su hijo, Jean-Claude Duvalier, debido a su postura anticomunista.
En 1994, el gobierno de Bill Clinton envió soldados para restablecer a Jean-Bertrand Aristide en el poder tras su destitución como presidente, pero diez años más tarde, la presión intensa de Estados Unidos ayudó a que Aristide volviese a ser derrocado.
Ahora, los manifestantes critican a Estados Unidos por seguir defendiendo a Moïse. El gobierno de Donald Trump ha solicitado respeto por el proceso democrático, pero ha declarado muy poco sobre los disturbios en Haití.
“Si analizamos la historia haitiana, las deposiciones de los gobiernos ocurren cuando Estados Unidos se pone en su contra”, afirmó Jake Johnston, investigador asociado del Centro de Investigación en Economía y Política.
La crisis actual es la culminación de más de un año de manifestaciones violentas, y el resultado, en parte, de las asperezas políticas que han permeado a la nación desde que Moïse, un empresario, entró en funciones en febrero de 2017, luego de un proceso electoral que se vio mancillado por retrasos, denuncias de fraude electoral y una pésima participación de los votantes.
La indignación relacionada con las denuncias de que el gobierno malversó miles de millones de dólares que estaban destinados para proyectos de desarrollo social fue el impulso inicial de las protestas. Sin embargo, los líderes de la oposición han buscado canalizar esa ira hacia el derrocamiento del mandatario, por lo que han hecho un llamado a favor de su renuncia y la formación de un gobierno transicional.
Las manifestaciones se intensificaron a principios de septiembre y en ocasiones se tornaron violentas, lo que provocó un cese de actividades en la capital, Puerto Príncipe, y en otras ciudades del país.
“No estamos viviendo”, manifestó este mes Destine Wisdeladens, un conductor de mototaxi de 24 años de edad, en una marcha de protesta en Puerto Príncipe. “No hay seguridad en el país. No hay comida. No hay hospitales. No hay escuelas”.
Moïse ha tenido una actitud desafiante, pues la semana pasada declaró en público que renunciar sería un acto “irresponsable”. Ha designado una comisión de políticos para que exploren las posibles soluciones a la crisis.
La región más afectada ha sido Los Cayos, la ciudad más poblada del sur de Haití, la cual ha quedado prácticamente aislada de la capital a causa de las barricadas que bloquean la carretera principal.
La ciudad soportó un apagón de casi dos meses. La compañía eléctrica empezó a restablecer el servicio a principios de este mes, aunque en incrementos diminutos: unas pocas horas un día, unas cuantas más al siguiente.
El hospital público de Los Cayos cerró sus puertas hace poco, cuando los manifestantes, furiosos por la muerte de uno de sus compañeros, rompieron sus ventanas y destruyeron los autos que estaban en el estacionamiento. Tras el ataque, el personal de salud huyó, según comentó Herard Marc Rocky, de 37 años, el director de logística del hospital.
Incluso antes de esta revuelta, el hospital apenas podía operar. El suministro eléctrico se interrumpió durante tres semanas, después de que sus generadores se quedaron sin combustible.
Lozama, de 39 años, es el encargado de la parroquia episcopal en Los Cayos y afirmó que los manifestantes le habían prohibido ofrecer servicios litúrgicos los dos últimos domingos. “No podíamos abrir las puertas. La gente iba a quemar la iglesia”, dijo.
Unos ladrones robaron las baterías de los paneles solares que abastecen de electricidad a la escuela parroquial. El tecladista del conjunto musical de la iglesia resultó herido recientemente por una bala perdida. Además, algunos de los manifestantes que construían una barricada se llevaron la comida que Lozama estaba repartiendo en su camioneta en nombre de una organización benéfica internacional.
“No puedes llamar a nadie”, se lamentó. “No hay nadie a cargo”. También dijo que la gente está desesperada. “Como no tienen nada, pueden destruirlo todo. No tienen nada que perder”.
Venise Jules, de 55 años, encargada de la limpieza en una escuela primaria y es la madre de Molière, la secretaria desempleada, reveló que toda su familia había votado por Moïse.
“Dijo que todo cambiaría”, recordó. “Que tendríamos comida en nuestros platos, electricidad las 24 horas del día, trabajos para nuestros hijos y que los salarios aumentarían”.
Jules, tres de sus cinco hijos y un primo viven en una casa pequeña en La Savane hecha de lodo y piedras. El techo de metal corrugado gotea cuando llueve. El baño es una letrina con un hoyo en el suelo. Como no tiene suministro de agua, la familia tiene que llenar sus baldes en un grifo público ubicado a varias cuadras de distancia.
Cocinan con carbón, cuando tienen algo que cocinar.
“Hoy no puse nada al fuego”, dijo Jules. Había pasado un día entero desde que comió por última vez.
c.2019 The New York Times Company