EFE . De acuerdo a datos del Banco Mundial, cerca de 1.000 millones de personas carecen de acceso a carreteras transitables durante todo el año. La situación es especialmente dramática en África, donde 450 millones de ciudadanos se encuentran aislados por la falta de un sistema de transporte que los conecte con los núcleos urbanos.
Capitales de este continente como Nairobi y El Cairo; asiáticas como Tokio; latinoamericanas como Bogotá o las europeas Atenas y Roma tienen, además, graves problemas relacionados con la movilidad y comparten un enemigo: la congestión.
En ellas, más de 84 millones de personas gastan una gran parte de su tiempo y de sus recursos en el desplazamiento, entregando su vida a las ciudades.
SEPARADOS POR LA CIUDAD (Nairobi)
El sueño de Esther Iruruma era “ser inteligente”, estudiar, montar su propio negocio. A sus 38 años es madre soltera y trabaja como empleada del hogar en Nairobi, pero el sistema de transporte de la capital de Kenia ni siquiera le permite ejercer su rol materno. La ciudad la mantiene apartada de sus hijas.
Sus días comienzan a las 5 de la mañana en el barrio chabolista de Kawangware. A esa hora prevalece la oscuridad, pero hay pequeñas luces que se encienden aquí y allá, pruebas diminutas de la vida que despierta. Iruma y sus dos hijas – Diana (14 años) y Nessie (9) – apenas hablan mientras se visten.
A las 6 en punto salen de casa y las dos niñas cogen un “boda-boda” (moto-taxi) que las lleva al colegio. No volverán a encontrarse hasta las 7, ya de noche. Aunque también podría ser mucho más tarde. Dependerá de que el “matatu” (minibús) en el que regresa Esther no se retrase, porque no tiene otra opción para desplazarse. Cuando Diana y Nessie regresan del colegio son recibidas por una casa vacía y todos los riesgos de un asentamiento ilegal.
Su problema es el de millones de kenianos: la falta de una red efectiva de transporte público. Los icónicos matatus son un servicio privado caótico, inseguro y caro. Es lo que llaman “paratránsito”, apunta el urbanista local Constan Cap. “Es un sistema de transporte público en manos privadas, no regulado y pensado únicamente para el beneficio de los propietarios”. Pero todo el mundo los necesita. Gracias a ellos, Esther puede salvar cada día las cerca de dos horas que la separan de Karen, el adinerado barrio donde trabaja. Tiene que coger dos matatus y caminar media hora. Cada mañana y cada tarde.
“Si yo no estoy, quiero que se queden en casa. Les he dicho que si un vecino las invita a comer me pregunten primero, porque no puedo confiar en todo el mundo”. Diana asiente en silencio. A esa hora no debería estar ahí, pero su madre no ha podido pagar la cuota escolar este mes y la han enviado a casa. Las niñas acaban las clases a las 5 de la tarde y regresan caminando porque no se pueden permitir otro “boda-boda” de vuelta. Tardan una hora y media en completar el camino, y lo normal es que no encuentren a su madre en casa.
Esta ausencia materna continuada dificulta el “apego seguro”, apunta la psicóloga familiar Marion Kemuma. “El niño empieza a percibirse a sí mismo como no querido o no válido. Desarrollan un apego ansioso, son muy pequeños y no están seguros de que esa persona vaya a regresar”. Y además quedan expuestos a los peligros de un barrio degradado. La violencia, las drogas, los abusos. “Mi vecina y yo nos ayudamos. Ella cuida de mis hijos cuando yo no estoy y al revés”. Nacida en Kakamega (oeste de Kenia) y emigrada a la capital en busca de trabajo, Esther no cuenta con apoyo familiar. Su marido ni siquiera conoció a Nessie. Quiso que abortara, y al negarse la abandonó.
Para la socióloga del transporte Gladys Moráa, el problema, común en muchas urbes africanas, es la falta de planificación y la construcción incontrolada. El concejal de transporte de la ciudad, Hitan C. Majevdia, insiste, sin embargo, en que Kenia es una economía “libre mercado” y no se puede intervenir en el sector del transporte.
Esther y sus hijas encuentran su tiempo los sábados, porque los domingos lo consagran entero a la iglesia. “Cuando estamos aquí hacemos juntas las tareas de la casa, limpiamos los platos, los zapatos, la ropa. Y desayunamos y comemos juntas” explica, esta vez, por fin, sonriendo.
PEDALEAR CONTRA LOS COCHES (Roma y Atenas)
Claudio Mancini y Nikos Chrysogelos protagonizan cada día una pequeña revolución. Viven en dos capitales europeas, Roma y Atenas, donde la cultura del coche se impone a la emergencia de la sostenibilidad. Entre monumentos históricos, calles estrechas, y coches, muchos coches, cada día pedalean, valientes, para llegar a su destino. Siempre, en bici.
Roma y Atenas, cunas de la civilización, comparten una movilidad urbana caótica, en la que el coche marca los límites. Gana por goleada al transporte público, escaso y poco eficiente, y se come el espacio de los peatones. La consecuencia es visible: embotellamientos, aceras estrechas y desconchadas y un espacio público hostil. “Si la infraestructura está pensada para los coches, las personas quedan excluidas”, señala Chrysogelos, activista y exeurodiputado por Los Verdes.
Mancini se considera un “ciudadano invisible” en Roma, donde el 65 % de sus habitantes se mueve en coche. El 30 % lo hace en transporte público y apenas el 5 % a pie o en bici, según el Ayuntamiento. La media es de un coche por habitante, es decir, casi 3 millones. Resultado: por el centro circulan tres veces más coches de los que puede soportar, según Codacons, una asociación de entidades en defensa del medio ambiente.
Todas las mañanas, mientras se prepara para recorrer los siete kilómetros que le separan de su trabajo, Mancini se hace la misma pregunta: “¿Volveré a casa esta noche?”. Él, de momento, ha tenido suerte, pero en Italia mueren unos 250 ciclistas al año. “Es un reto diario. Hay que tener mil ojos”, advierte este joven de 36 años tras esquivar un coche que echa marcha atrás sin mirar.
Su camino transcurre por uno de los lugares más emblemáticos de Europa: el Coliseo. Pero ni siquiera este monumento escapa al entorno. “Es uno de los sitios arqueológicos más importantes del mundo pero los coches circulan por aquí como si fuera una rotonda”. La paz, dice, solo la encuentra en la avenida de los Foros Imperiales, muy cerca del antiguo anfiteatro, que hace algunos años fue peatonalizada.
Roma y Atenas sienten el peso de la historia. En cada esquina hay ruinas y yacimientos que condicionan la red de transporte. “En Atenas se decidió que los restos arqueológicos no impedirían el desarrollo del metro, aunque sin duda es un factor que retrasa su construcción”, explica Nikolaos Belavilas, director del laboratorio de Entorno Urbano de la Universidad Técnica Nacional de Atenas (NTUA).
Para sortear esta impronta histórica, algunas estaciones se han diseñado en conjunción con los hallazgos de alrededor, como en el Ágora clásica o las lomas de la Acrópolis, donde esculturas helenísticas observan impertérritas el trajín diario en los túneles. Algo similar sucede en las estaciones de San Giovanni y Coliseo de la Línea C de Roma, en construcción desde 2005.
Chrysogelos, de 60 años, asegura que nunca ha tenido coche. Para él, la solución es quitar espacio a los vehículos privados, que se comen un 25 % de la superficie de la ciudad. “Atenas está abarrotada”, señala. Declarada capital de Grecia en 1834 con apenas 5.000 habitantes, Atenas vivió un desarrollo acelerado y anárquico durante el siglo XX y hoy, junto con su área metropolitana, es el hogar de más de cinco millones de personas.
Roma explora ahora el “carsharing”, el sistema de alquiler de motos y coches por minutos que prolifera en medio mundo. En Atenas, el único medio de transporte alternativo son los patinetes eléctricos, y solo parecen usarlo los turistas.
Ante una emergencia medioambiental global cada vez más evidente, cambiar los modelos de movilidad no debería ser una decisión personal, “sino política”, apostilla Chrysogelos. “Lo único que reclamamos es nuestro derecho de desplazarnos con un medio sostenible y, sobre todo, de volver a casa vivos”, reclama Mancini.
ATRAPADOS EN EL “TRANCÓN” (Bogotá)
La vida empieza más temprano en Ciudad Bolívar. Este barrio de calles irregulares construidas en la ladera de un cerro, paredes de ladrillo desnudo y suelos sin asfaltar es un hormiguero de gente desde la 1 de la madrugada, cuando miles de personas hacen fila para subir a los autobuses e ir a sus lugares de trabajo. Dos de ellas, Arledys y Anyi Coronado, duermen un poco más. Se levantan a las 3:00, preparan los sándwiches que venderán en su puesto callejero y se van a esperar a que abra el teleférico, donde comienza su peregrinación diaria para llegar a una esquina en mitad del tráfico en la que ganan su sustento.
La desigualdad social condiciona la movilidad urbana en Bogotá: los ricos se desplazan en sus coches particulares y los pobres aguantan el atasco permanente embutidos en un autobús masivo en el mejor de los casos, y en un minúsculo colectivo en el peor de ellos.
“Hay un gran grupo que tiene que moverse en vehículos compartidos y están obligados a hacer intercambios, aunque las formas en las que se mueve la gente en una ciudad varía completamente y el nivel de ingresos no es el único grupo de segmentación”, explica Diego Silva, doctor en Planeación Urbana de la Universidad de Illinois (EE.UU.).
A los habitantes de Ciudad Bolívar “el cable” les cambió la vida hace dos años porque redujo en más de la mitad su tiempo de desplazamiento. Antes empleaban unas 3 horas en llegar a sus trabajos. “Son zonas informales, en las que la malla de calles hace imposible que haya buses grandes. La infraestructura es muy complicada y en Ciudad Bolívar hubo problemas con los autobuses porque no podían girar”, explica Manuel Santana, que está haciendo un doctorado sobre la movilidad en ese barrio en la Universidad de California, en Berkeley (EE.UU.).
Es lo que en Colombia se conoce como “barrios de invasión”: construcciones irregulares e ilegales que se amontonan en los cerros de la ciudad y que nacieron como consecuencia del éxodo masivo del campo debido a la pobreza y el conflicto armado. Como Anyi y Arledys, que escaparon del selvático departamento del Caquetá, en el sur del país, porque la guerrilla de las FARC mató a su padre.
“Desde ese momento nos tocó huir, dejarlo todo tirado allá y venirnos para Bogotá. Yo era muy pequeña. Sé que teníamos una finca muy grande y teníamos hasta ganado. También teníamos unas cadenitas de oro. Cuando mataron a mi papá nos tocó venderla. Con eso nos vinimos, con las cadenitas, con la plata que empeñamos de eso”, relata Arledys.
Su primera noche en Bogotá durmieron en la calle. “Mi mamá había perdido la dirección de mi tía y no teníamos dinero para llamar. Llegamos acá solo con los bolsos y la maleta. No teníamos nada más para traer”.
Es decir: de la finca pasaron a vivir en la calle, de la calle a Ciudad Bolívar y de ahí a ganarse la vida en muchos trabajos distintos, hasta que hace tres años abrieron su puesto de frutas en la avenida Caracas, una de las más concurridas de la ciudad.
Pasaron de vivir en el trancón a vivir de él. Como tantos otros en esta ciudad de siete millones de habitantes y dos millones y medio de vehículos.
Su esquina es un reguero de personas que bajan del autobús y de coches que enfilan las avenidas cercanas; muchos de ellos se paran a la altura de su carrito y compran paquetes de piña, mango, papaya, banano o manzana a 2.500 pesos, poco más de 70 céntimos de euro.
Así, gota a gota, ganan más o menos un millón de pesos semanales (unos 281 euros), bastante por encima del salario mínimo colombiano de 800.000 pesos mensuales.
Aunque, como dice Anyi, “la calle cansa mucho” por las inclemencias, la inseguridad, la intemperie. Esa misma calle en la que primero vivieron, y de la que ahora viven.
LOS NIÑOS DEL TUKTUK (El Cairo)
A primera hora de la mañana, los edificios de hormigón del barrio de Imbaba, en el oeste de El Cairo, quedan cubiertos por una nube de polvo y arena que se esparce a ritmo de bocina.
El tráfico forma parte de la vida diaria de un suburbio cuya pobreza se refleja en sus laberínticas callejuelas sin asfaltar, por las que circulan cientos de miles de vehículos capaces de todo por ser los primeros en llegar a su destino.
Al frente de su “tuktuk”, un motocarro, Moataz Alaa sufre la dureza de las calles. Conduce su “máquina” con una mano; con la otra se sujeta la cara para ocultar las magulladuras de su pelea con un conductor de autobús al que le rayó la puerta con el retrovisor cuando intentaba salir del atasco.
“No me gusta este trabajo porque es muy agobiante. Hay peleas, esto me molesta… Es muy cansado”, confiesa mientras se ajusta la gorra.
No tiene carné de conducir ni edad legal para hacerlo. Se montó en un “tuktuk” por primera vez hace cuatro años y ahora, a los 16, es uno de los tantos menores no contabilizados que se dedican a conducir y uno de los 1,6 millones de niños egipcios que trabajan para ganarse la vida, según la UNESCO.
Alaa se despierta cada día a las seis de la mañana. Va poco a la escuela y hace jornadas de entre 8 y 12 horas transportando a sus vecinos por callejuelas de apenas dos metros de ancho.
Su labor es urbana y social: “el tuktuk es muy importante porque lleva a empleados al trabajo y a estudiantes al colegio”. El autobús, dice, es para viajes largos, y el taxi solo para turistas y pudientes.
Imbaba vio tiempos mejores a mediados del siglo pasado, cuando estaba cubierto de campos de cultivo y su tráfico se limitaba al de asnos y mulas trajinando trigo por la orilla occidental del Nilo. La pobreza, combinada con el crecimiento poblacional y los flujos migratorios internos en busca de oportunidades laborales cerca de la capital, transformaron el idílico paisaje en una área informal en la que, hoy, viven hacinadas más de un millón y medio de personas.
“El ‘tuktuk’ es el resultado de la urbanización que ha habido”, asegura desde su despacho Mounir Nakhla, fundador de la aplicación Halan, una especie de Uber de motocarros. El vehículo se empezó a importar desde India a principios de siglo, cuando proliferaron las áreas informales que, a día de hoy, aglutinan al 70% de la población egipcia.
“No puedes cambiar el lugar donde vive la gente, pero sí la manera de moverte”, dice Nakhla, que calcula que en todo Egipto hay alrededor de 700.000 unidades.
Más allá de la movilidad, el motocarro fue una de las principales fuentes de ingresos de la población tras la crisis económica que sucedió a la revolución egipcia de 2011, que derrocó al expresidente Hosni Mubarak.
“Ha salvado a Egipto de otra revolución, porque genera alrededor de dos millones de empleos, teniendo en cuenta que entre dos o tres personas trabajan con un solo tuktuk”, asevera el empresario, que asegura que ningún menor de edad puede registrarse en su aplicación.
El joven Alaa consigue al día unas 300 libras egipcias (15 euros) que se gasta en “cigarrillos y ropa”. Pero el dinero no le compensa por la “mala fama” que tienen los conductores, habitualmente tachados de barriobajeros y analfabetos.
“El tuktuk me puso en la calle y me da problemas. Lo más importante es estar tranquilo mentalmente y no pensar en el dinero. Y yo no tengo la mente tranquila mientras estoy conduciendo mi máquina”, sentencia.
NI UN SEGUNDO DE RETRASO (Tokio)
Para la mayoría de los habitantes de Tokio, la vida transcurre en un vagón. Con una reducida red de autobuses, sin apenas aparcamientos y con un carril bici poco desarrollado, sus habitantes dependen de los trenes urbanos, por los que pasan más de 40 millones de pasajeros al día.
Takayuki Okumura conduce convoyes de metro desde hace diez años y, como la mayoría de los japoneses, tiene la puntualidad como norma: “Solía viajar como mochilero y tomaba muchos trenes, y fue así como me di cuenta de que los trenes japoneses siempre llegan a tiempo. Fue algo que me impresionó, y fue por eso que decidí convertirme en conductor”.
Los trenes japoneses son muy puntuales. Tan puntuales que las compañías ferroviarias emiten “certificados de demora” para los pasajeros cuando un convoy circula con retraso, una práctica común en una sociedad donde no se tolera llegar tarde y que genera un gran estrés a los conductores. Según un estudio elaborado por el Gobierno, un retraso no superior a los tres minutos genera una carga psicológica para el 85 % de los maquinistas.
Antes de comenzar cada turno, Okumura sincroniza su reloj de mano con el de la oficina y revisa su horario, que indica con minutos y segundos cuando debe llegar y partir de las estaciones.
En la cabina no se le permite llevar aparatos electrónicos o tabaco, y para mantener su atención en la vía utiliza el sistema de “llamar y señalar”, que consiste en verificar todos los aspectos de la seguridad mediante gestos y voz, reduciendo en un 85 % la posibilidad de cometer errores.
Un descuido en el cálculo puede afectar a miles de pasajeros, algo que no está bien visto por las compañías, y algunos conductores aumentan la velocidad para recuperar el tiempo. Uno de los peores descarrilamientos de la historia de Japón ocurrió por este motivo. Sucedió el 25 de abril de 2005 y provocó la muerte de 106 personas. El maquinista aceleró para intentar recuperar un retraso de un minuto.
Cada día, antes de comenzar su turno, Okumura se somete a un control de alcoholemia. También anota las horas de sueño, comprueba que lleva un recambio de gafas, e informa de su estado de salud al supervisor.
Está entrenado para operar en caso de terremotos o tifones, pero uno de los peores obstáculos a los que se enfrenta desde la cabina son los “jinshin jiko” o accidentes humanos, eufemismo que se utiliza para hablar de los suicidios.
En Japón se registran unos 600 al año en estaciones de ferrocarril o metro. Más de la mitad de ellos ocurren en la región de Tokio, donde casi todos los días una persona se tira a las vías.
Como la mayoría de conductores en esta ciudad, Okumura ha tenido que afrontar este tipo de incidente: “Frené rápidamente y activé la alerta. Cuando paró el tren avisé al centro de control, salí de la cabina y traté de rescatar a la persona lo mejor que supe”. Rescatar, en el argot ferroviario japonés, quiere decir retirar el cadáver de la vía. La prioridad es que el convoy siga su camino lo antes posible.
Tras colaborar con los equipos de rescate y comprobar que el tren estaba en buenas condiciones, Okumura condujo hasta la siguiente estación y continuó su turno. La mayoría de compañías que operan trenes en la capital no cuentan con programas de atención psicológica.
“Sabemos que muchos de ellos desarrollan trastorno de estrés postraumático”, una condición que, si no se trata, “puede tener consecuencias severas”, explica Dariusz Skowronski, psicoterapeuta y profesor en la Universidad de Temple en Japón.
Este terapeuta recibe consultas de conductores que no han podido superar el trauma por sí solos y, aunque algunos optan por dejar el trabajo, la mayoría continúa.
La eficacia del transporte público tokiota depende en gran parte de figuras invisibles como la de Okumura, que son capaces de mantener la calma en uno de los entornos más acelerados del planeta. Con vagones saturados y pasajeros impacientes por llegar a su destino, su obligación es mantenerse imperturbable. EFE