Michelle Obama es una mujer extraordinaria en todos los sentidos.
Es abogada con estudios en las universidades de Princeton y Harvard; fue la primera dama de Estados Unidos y la primera afroestadounidense en desempeñar ese cargo. Acaba de terminar la exitosa gira de “Mi historia”, su libro biográfico que ha ocupado en Amazon el primer lugar en ventas por el mayor tiempo desde “Cincuenta sombras de Grey”. Y, según las encuestas, es la mujer más admirada del mundo.
En la vida, se ha conducido con el máximo honor, dignidad y gracia. Todos los días extraño su presencia y la de su esposo en la Casa Blanca. Su contraste con los Trump es tan marcado que duele. Estados Unidos cambió la erudición por la indecencia.
Michelle Obama no le debe nada a nadie. No tiene nada que probar. Ya todo está probado.
Por eso me entristeció escucharla decir en la Cumbre de la Fundación Obama en Chicago que “no puede hacer que la gente no le tema a los negros” y continuó: “No puedo explicar qué ocurre en mi cabeza, pero tal vez si todos los días muestro que soy un ser humano, un buen ser humano… tal vez, y solo tal vez, ese trabajo vaya eliminando las capas de su discriminación”.
¿Por qué esta brillante mujer negra debería pasar un segundo de su vida considerando la forma de pensar de un racista? No debería. Ninguna persona negra debería. Ninguna persona que padezca el dolor del racismo debería hacerlo.
Las intenciones de Michelle Obama son honorables, pero su estrategia es problemática. El racismo contra las personas de raza negra y la supremacía blanca no se fundamentan en el comportamiento de la gente negra. Desde que los europeos comenzaron a secuestrar personas en África, usaron la pseudociencia y supuestamente los rasgos de comportamiento observados para justificar su brutalidad, subyugación y explotación.
Ante sus ojos, los negros eran más bien toscos, salvajes o vagos y flojos. Eran menos avanzados intelectual y culturalmente. Carecían de moral y carácter para existir en el mismo plano que los blancos. Los blancos no habían sido quienes pusieron a los negros en una posición inferior, sino Dios y la naturaleza.
Este razonamiento basado en el comportamiento se usó para justificar y mantener la esclavitud; para oponerse a la reconstrucción y combatirla; para justificar los códigos de la negritud y la ley Jim Crow; para sancionar racialmente políticas y castigos disparatados relacionados con las drogas, como la encarcelación masiva y ahora para justificar los asesinatos de negros a manos de la policía.
Abraham Lincoln, durante los debates Lincoln-Douglas en 1858, lo llevó aún más lejos, cuando dijo: “Hay una diferencia física entre las razas blanca y negra que creo que siempre impedirá que las dos razas vivan juntas en términos de igualdad social y política”.
Los negros estaban tan inmersos en esta ortodoxia del comportamiento, que la absorbieron. Ellos también comenzaron a creer que si alteraban su comportamiento, si se asimilaban mejor, si estaban a la altura de los ideales de los blancos, mitigarían su racismo.
Booker T. Washington, de forma bastante ilustre, comulgó con este pensamiento. Washington era un hombre brillante que dedicó su vida al mejoramiento y la motivación de la gente de color. Pero, cometió el error de cálculo de pensar que podía demostrar su valía a tal grado entre los blancos que estos corregirían su racismo y recompensarían a los negros con igualdad y justicia social.
No funciona así. El racismo es una patología envuelta en el poder.
Para el racista blanco, el racismo es herencia. En su cosmovisión, los hombres blancos crearon el mundo moderno y la cultura avanzada. Para ellos la condición blanca es belleza y poder, es el pináculo de la evolución humana.
Como tal, no hay nada que una persona negra pueda hacer para salir de la subordinación y adentrarse en la igualdad. Nuestra negritud misma es la marca y no puede eliminarse.
A la gente le preocupaba que, durante la Gran Migración, los negros que se portaban mal convirtieran a los blancos del norte en racistas como a sus hermanos del sur. En 1916, Kelly Miller, decano del Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad Howard, les escribió una carta a los editores de The New York Times, ya que le preocupaba que los negros migrantes pudieran “de manera natural, al principio, confundir la libertad con la licencia de no ser cuidadosamente custodiados e incentivados en la dirección correcta”.
El decano continuó:
“Si la afluencia de trabajadores negros al norte, sin restricciones ni controles adecuados, perjudicara a la opinión pública y por ende reprodujera la prohibición del sur en los estados del norte, la última condición de la raza sería peor que la primera”.
No obstante, ya había racistas blancos en el norte. Su racismo no tenía nada que ver con el comportamiento de los negros.
Afirmar que hay una cura fundamentada en el comportamiento para el racismo simplemente sustenta el argumento inverso: que tiene una causa sustentada en el comportamiento. Decir que el racismo de los blancos emana del comportamiento de los negros es violencia intelectual. Es un delito.
Nadie debería empeñarse en que su vida fuera ejemplar para la mirada blanca. Que los oprimidos sientan alguna obligación de arreglar los defectos del opresor es sencillamente otra manera de opresión.
Que nos centremos en la percepción del racismo blanco es fútil, distractor y corrosivo.
Mi deseo para Michelle Obama es sencillo: que nunca vuelva a permitirse pensar cómo la perciben los racistas y si está cambiando la forma de pensar de alguno de ellos.
¿Por qué los cavernícolas deberían ocupar un espacio en la mente de una mujer tan maravillosa?
c.2019 The New York Times Company