Por Steve Kettmann
SAN SALVADOR — En la década de 1980, Estados Unidos le dio al pequeño país de El Salvador miles de millones de dólares en ayuda militar y económica, en un intento por debilitar una insurrección de izquierda. El alegato que usó Washington para justificar sus acciones fue que El Salvador era un laboratorio crucial para determinar el futuro de América Latina.
Ciertamente, El Salvador ha terminado moldeando profundamente a América Latina, aunque no de la manera que los combatientes de la Guerra Fría habían concebido. Al final, los rebeldes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), nunca lograron establecer el Estado cliente de los soviéticos que los gobiernos de Carter y Reagan temían. Pero la salvaje guerra civil puso en marcha ciclos de violencia e impunidad que han desatado olas de migración a los Estados Unidos.
Regresé a El Salvador el mes pasado, como parte de una delegación evaluadora de las causas de fondo de la migración centroamericana a los Estados Unidos. Dimos un recorrido por el campus de la universidad católica donde 30 años atrás seis sacerdotes jesuitas, su empleada doméstica y su hija adolescente fueron asesinados por un destacamento militar salvadoreño entrenado por los Estados Unidos.
El sacerdote José María Tojeira, quien en ese momento era el provincial de los jesuitas para Centroamérica, estuvo entre las primeras personas que vieron los cadáveres. En aquel momento les dijo a los reporteros que habían sido “asesinados con una crueldad desmesurada”. “Les sacaron los cerebros”, dijo.
El padre Tojeira nos llevó a un lecho de rosas que crece en el lugar donde cinco de los seis sacerdotes fueron ejecutados aquel 16 de noviembre, y nos exhortó a disfrutar la tranquilidad del lugar y reflexionar sobre el significado de sus muertes.
“A través de los años, se ha fortalecido mi certeza de que los jesuitas fueron asesinados por trabajar en favor de un desenlace pacífico y negociado de la guerra civil y por defender los derechos humanos de los más pobres, que eran los que estaban siendo más afectados por la guerra”, me dijo más tarde.
El embajador estadounidense de aquel momento, William Walker, describió a los asesinos como “animales” y “traidores a su país”. Lamentó el asesinato de Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana y el objetivo principal de los asesinos, quien había estado reuniéndose regularmente con el presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, para intentar ayudar a negociar la paz.
No fue la mayor atrocidad cometida durante la guerra, pero sigue teniendo un fuerte impacto en la actualidad. El reclamo internacional por sus muertes, acaecidas en el mismo momento en que el FMLN lanzó su llamada ofensiva final “hasta el tope” en los suburbios de San Salvador en 1989, contribuyó a generar el impulso necesario para una negociación auspiciada por las Naciones Unidas, que formalmente finalizó la guerra civil de doce años en 1992.
Superar el trauma de los años de violencia de escuadrones de la muerte y los trastornos de la guerra ha sido difícil. El escritor salvadoreño Jorge Galán se vio obligado a exiliarse en 2015 tras recibir amenazas de muerte por escribir sobre el asesinato de los seis jesuitas. “Para Galán, los sacerdotes representaban una visión de paz y justicia que pudo haber cambiado el futuro de su país”, escribió Danielle Marie Mackey para The New Yorker en 2016.
Galán vinculó las caravanas de migrantes a la corrupción y violencia endémica del país, no solo a los factores económicos. “Cuando alguien emigra, no es solo por falta de un trabajo digno, sino principalmente para huir de la violencia”, me dijo haciendo eco del argumento de muchos.
De acuerdo con cifras de la Policía Nacional, las desapariciones en El Salvador ascendieron de manera significativa en 2018 a casi 2500, el número más alto en más de doce años. La democracia salvadoreña tal vez haya dado un paso hacia adelante, pues el FMLN es ahora un partido político que tiene el segundo lugar en cuanto a mayoría de escaños en la Asamblea Legislativa, pero el flagelo de la violencia de pandillas y la corrupción es una amenaza que podría debilitar cualquier tipo de progreso.
El padre Ellacuría fue parte del movimiento conocido como la teología de la liberación, inspirada en el llamado del Concilio Vaticano II por una Iglesia más centrada en Cristo, construida desde la humildad y el compromiso por mejorar las vidas de la gente pobre. La teología de la liberación fue aplaudida por darle nueva vida a la Iglesia, pero también fue rechazada por muchos por apoyarse demasiado en la interpretación marxista.
El papa Francisco, el primer papa jesuita y el primero del continente americano, visitó Centroamérica este año y proclamó a los jesuitas que trabajan en América Central como “pioneros” en la lucha por la justicia social. “La fe cristiana siempre implica una cultura pacifista”, me dijo el padre Tojeira. “Un cristiano del siglo II, en aquellos tiempos de persecución, les prohibía a los cristianos asistir a los enfrentamientos de gladiadores, con el argumento de que ir a ver asesinatos es casi como cometerlos”.
Quizá la lección más importante del pasado violento de El Salvador es simplemente que recordar sí importa, y que los seis jesuitas asesinados aún tienen lecciones por enseñar, si se lo permitimos.
c.2019 The New York Times Company